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Diario YA


 

Una presentación alejada de los tradicionales cánones sociales y ambientes del s.XIX

La Traviata vuelve al Teatro Real

Fotografía: Javier del Real

Luis de Haro Serrano
“Tras la tempestad llega la calma”. Así puede definirse la continuación del desarrollo de esta temporada de ópera del Teatro Real que, tras la polémica suscitada por el estreno de la controvertida obra “El Público“, recibida como todo el mundo conoce, con una clara división de opiniones, vuelve la tranquilidad a su escenario con la presentación de un título superclásico como la “Traviata” de Verdi, que se ofrece con una nueva concepción escénica firmada por David Mcvicar, que en esta ocasión ha optado por acudir a unas líneas alejadas de los grandilocuentes salones del París del XIX como Alejandro Dumas la concibió. Unos ambientes generalmente respetados, hasta ahora, por la mayoría de los directores de escena, para situar su acción en otros mucho más sórdidos, realistas y naturales, más en consonancia con los tiempos que ahora corren, integrados por unos personajes que, a pesar de poseer un menor nivel y categoría social, buscan con el mismo afán conseguir las generosas dádivas de otras necesitadas y modernas “Violetas”, más modestas y sencillas, envueltas siempre en el celofán de un amor aparentemente poético, pero igualmente cercano a la muerte.

Verdi despliega en esta obra uno de los mejores momentos de su vena creativa, reflejados en los más variados contrastes, pensados para dar un mayor grado de profundidad a cada uno de sus protagonistas y a sus atractivos pasajes, como la brillante obertura cargada de romanticismo y serenidad, el brillante “brindis”, lo más conocido y recordado de la obra y el pasaje orquestal con el que se inicia el tercer acto, considerado como el antecedente de la futura música verista que, poco después, inundaría la escena con títulos tan deseados igualmente por los aficionados gracias a su verismo más humano y menos grandilocuente.

Estrenada sin éxito en La Fenice de Venecia, ante un público que se burló en varios momentos de la representación dirigiendo sus críticas a la soprano Fanny Donatelly por considerarla, a sus 38 años, como demasiado vieja para asumir ese difícil papel, necesitó diversas revisiones, realizadas entre 1853 y 1854, que afectaron fundamentalmente a los actos II y III. Tal como nos llega ahora, volvió a presentarse de nuevo en Venecia ya en otro Teatro, el San Benedetto, para subirse al caballo de un éxito que se prolonga hasta hoy, tras haber pasado en 1856 por Londres y New York y el Liceo de Barcelona en 1855 . Una aceptación popular que, según las estadísticas de “Opera-Base” de 1805/1810 se convirtió en el título más representado en Italia, así como la de Verdi, con la que alcanzó su mayor éxito, impulsado por la suprema madurez de su lenguaje y la profundidad y solidez de sus personajes, acompañados siempre por unos momentos instrumentales plagados de construcciones dramáticas llenas de atractivo y sensualidad, llamando la atención la exigencia vocal y dramática que Verdi exige tanto a los dos personajes masculinos, Alfredo y Giorgio Germon (tenor y barítono) como al femenino, soprano, que a pesar de sus duras exigencias ha sido siempre uno de los papeles más deseados por las mejores cantantes del momento.

Para esta nueva producción del Real, realizada en coproducción con el Liceo de Barcelona, la Scottis Opera de Glasgow y la Welsh National Opera de Cardif, se ha recurrido a un triple reparto en el que figuran voces tan interesantes como las de Ermonela Jaho, Irina Lungo y Venera Gimadieva para el rol de Violeta y para la pareja de los Germont a Francesco Demuro, Antonio Gandía y Teodor Lincäi (Alfredo) y Juan Jesús Rodríguez, Angel Ódena y Leo Nucci ( Giorgio), acompañados por el coro y la Orquesta titulares del Teatro, dirigidos Por Renato Palumbo.

Otra de las novedades de esta producción es haberse convertido en la estrella de las actividades de la “Semana de la Ópera” del Teatro Real, con la retransmisión en directo de la función del 8 de mayo en diferentes espacios culturales de Madrid como el Museo del Prado, la Fundación Canal, el Museo Nacional de Arte Reina Sofía, , el Thyessen –Bornemisza, la “Casa del Lector” del Matadero, las Fundaciones Canal y Francisco Giner de los Ríos, el Centro Cultural Conde Duque y el Instituto Italiano de Cultura de Madrid. Además de ello, con el patrocinio de Endesa y Seguros Santa Lucía, se instalará, en dicha fecha, una pantalla gigante en la Pza. de Oriente, estando previsto igualmente se pueda disfrutar de ella en otras ciudades españolas como Granada, Segovia, Sevilla, Pamplona y Vitoria

Puesta en escena
La escenografía de Tanya McCallin, sobria e intimista, igual que el vestuario, ha atraído por su sencillez y facilidad de resolución en los tres actos, especialmente en el segundo. El elenco masculino al contar con la presencia del barítono Leo Nucci, tal y como era de esperar, ha resultado algo desequilibrado, su extraordinaria calidad y experiencia ha marcado demasiada diferencia con los demás participantes masculinos. Una objeción que pasa a segundo plano, dado que lo importante es que el público del Real haya podido, una vez más, disfrutar de la elegancia y precisión de su voz y de sus buenas formas y movimientos dramáticos. La albanesa Ermonela Jaho ha sido una Violeta ideal, por el tono preciso de su voz, siempre ajustada a las duras exigencias de cada acto; una soprano lírica espinto en el primero y una voz serena, dulce, romántica y trágica a la vez en los dos siguientes, especialmente en el variado y duro segundo, cargado de numerosos y difícilísimos matices. El italiano Renato Palumbo, gran especialista verdiano, con su habitual maestría ha sabido sacarle un gran partido a esos dos grandes conjuntos que forman el coro y la Orquesta titulares del Teatro, especialmente en lo que a la precisión del tempo se refiere, siempre entregados a su extraordinaria labor, muy precisos en los pasajes solistas de clarinete, flauta y oboe, que resaltaron la belleza y el atractivo de las arias estrella de la extraordinaria partitura de Verdi, lo mismo que el reducido ballet y la también escueta coreografía de Andrew George, que se unió a la iluminación de Jennifer Tipton tal vez demasiado oscura en el tercer acto. Todos merecen los mejores elogios para celebrar que, por fin, vuelve la felicidad audiovisual a los espectadores del Real; habituales y esporádicos.