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Diario YA


 

vivencias desde Medjugorje

La verdadera alegría

Javier Paredes

El mensaje de la Virgen de Medjugorje del mes de junio de 2010 es muy breve (www.centromedjugorje.org ). Y en las pocas líneas del mismo hay tres referencias explícitas a la alegría, la última de ellas dice así: “Yo deseo conduciros a todos únicamente a Él, y en Él encontraréis la verdadera paz y la verdadera alegría del corazón”. Quizás la clave de todo esté en el adjetivo “verdadera” y de esto algo puede decir la Filosofía y, sin duda, también la Historia; al fin y al cabo la más grande enseñanza de la Historia, como maestra de la vida que es, consiste en enseñarnos que “las cosas son lo que son y no lo que a nosotros nos gustaría que fuesen”. Y en estas que estaba aquel profesor de la Universidad, cuando uno de sus alumnos le preguntó qué quería decir con aquello de “que las cosas son lo que son”, a lo que el catedrático le respondió sonriendo a aquel yogurín universitario que todavía no había cuajado ni un par de cursos de carrera:
   -“Pues eso de que las cosas son lo que son, quiere decir, por ejemplo, que las niñas huelen a colonia, pero sólo cuando se la echan”.

Tenía razón aquel profesor, porque todas las tragedias histórica del hombre se producen cuando la sociedad se aparta de la verdad y lo mismo sucede en la vida concreta de cada uno. Por eso la alegría verdadera está directamente relacionada con la consecución del bien, pero del bien verdadero. Por esta razón, afirmaba en el primero de estos artículos que el fin de la Historia, el fin por el que merece la pena entregar la vida no es la ni la grandeza de la Corona, ni la fortaleza del sindicato, ni la unidad del partido… El fin  de la Historia –decía allí y reiteró aquí- es que el hombre sea plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo.

En consecuencia, la peor de todas las corrupciones que padecemos en la sociedad española no es ni la corrupción política ni la corrupción económica… En la raíz de todo está la corrupción moral y, en definitiva, la corrupción religiosa, que ha sometido a una buena parte de los católicos españoles a la esclavitud del pecado, cuando nos apartamos del bien verdadero, que es Jesucristo, para perseguir en su lugar otros fines que carecen de esa verdad que proporciona la verdadera alegría. De un tiempo a esta parte se nos ha tratado de convencer de que todo se debe resolver de tejas para abajo y que la transcendencia debe ser eliminada de los escenarios culturales, económicos y políticos; de manera que no faltan quienes piensan, o al menos viven y actúan como si pensaran que ser católico no consiste tanto  en imitar a Jesucristo y –según recordaba Juan Pablo II- defender los derechos de Dios, como conquistar las cumbres del poder político.

Y así resulta cómico, si no fuera moralmente trágico, que la práctica mayoría de las asociaciones de católicos, surgidas casi todas ellas en instituciones de la Iglesia, se declaran aconfesionales. Viene a mi memoria la actuación de uno de estos líderes en una gran concentración de Madrid para defender la familia, en la que dedicó una  parte de su discurso a explicar el carácter aconfesional de su agrupación; pero lo paradójico era que el orador peroraba  desde una plataforma levantada en la plaza de Colón, en la que había varias decenas de obispos y unos cuantos cardenales, y que dicha concentración, además, se había promovido y anunciado con carteles en todas las parroquias de España, para celebrar en la mencionada plaza madrileña la fiesta de la Sagrada Familia. Y de este modo la actuación de los católicos españoles ha sido sometida a un secularismo estéril, que por razones de eficacia política unas veces y de respetos humanos casi siempre no se atreve a confesar que el bien que se trata de alcanzar es Jesucristo, que es la fuente de la verdadera alegría. Han abandonado y se empeñan en que los demás abandonemos el Bien por los bienes que no sacian y están preñados de tristeza. Y puede que como consecuencia de esta estrategia les acompañe el éxito social y político; pero conviene no perder de vista que el éxito no es sinónimo de la alegría, y que ésta sólo se consigue de verdad cuando nos dejamos conducir por la Virgen únicamente hacia Jesucristo.