Las aristas del darwinismo
Carlos Gregorio Hernández. 12 de febrero.
Este año se cumple el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin y también los ciento cincuenta años de la publicación de su obra El origen de las especies. La mayoría de las opiniones de científicos que he podido leer en los últimos días rinden tributo al personaje y a la teoría y coinciden en poner énfasis en el antes y después que suponen sus aportaciones, aunque tratan de matizar o completar algunas de las lagunas que el sajón dejó sin resolver. Pocas son las enmiendas y menos aun aquellos que se atreven a pronunciarlas sin temor a ser descalificados por sus compañeros de profesión. Pero, más allá de su impacto en la biología, las teorías de Darwin también influyeron de forma notable en el campo de las denominadas ciencias sociales.
A lo largo del siglo XIX y con una repercusión duradera en la centuria pasada los principios que el inglés identificó como rectores del evolucionismo biológico fueron trasladaron al estudio de las sociedades y la civilización. Una plasmación evidente de este pensamiento evolucionista en lo social es el estudio de los pueblos lejanos o “salvajes”, que da origen a
En la misma línea Friedrich Engels, en su estudio El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1ª edición de 1884), siguiendo al también materialista Lewis H. Morgan, estableció una clasificación de las sociedades en el tiempo que no era otra cosa que un orden inescrutable de evolución social. La presencia o ausencia de los descubrimientos tecnológicos que identificó como característicos de una determinada organización social venían a dar el estadio evolutivo al que se vinculaba un determinado pueblo. De esta manera equiparó a sus contemporáneos polinesios y a los aborígenes australianos con el hombre del Paleolítico y a los indios del Noroeste los situaba en los albores del Neolítico.
El materialismo histórico, que fue soporte del marxismo y del que en buena medida sigue dependiendo la enseñanza de
Otros, asumiendo el esquema pero identificando los saltos evolutivos sociales con los pueblos o razas que los habían producido, llegaron a señalar a las naciones políticamente dominantes de su tiempo como el último eslabón de la cadena de la civilización. Esas ideas vinieron a legitimar en cierto modo el imperialismo del siglo XIX, que “entregaba generosamente” la civilización a los pueblos atrasados (e inferiores). Es decir, el racismo es uno de los productos característicos del darwinismo social.
Lo cierto es que la historiografía desde sus orígenes ha sido deudora de estos esquemas que facilitan las interpretaciones generalizadoras y, como fácilmente puede colegirse, estas ideas están indefectiblemente ligadas al concepto de progreso, con un sentido teleológico que culmina en