Llegará un día
Tomás Salas. Llegará un día (creo que no cercano; los que sobrepasamos la cincuentena no lo conoceremos) en que se podrá hablar de la época franquista (1939-1975) como de lo que realmente es: un periodo de la Historia de España. Como hablamos de las guerras carlistas, del descubrimiento de América o de la I República. Todavía esa perspectiva resulta improbable y casi imposible. Las vivencias y recuerdos son tan hondos y personales, que cualquier rememoración escuece como unas gotas de limón sobre una herida. Si, en cierta medida, estas heridas habían cicatrizado, en los últimos años parece que hay un sector de la sociedad española empeñado en reabrirlas.
Cuando esta visión (no digo imparcial ni científica ni fría, simplemente histórica) sea posible, quizá se vea como un hecho evidente que la España de 1975, en comparación con la de los años 30, es un país que ha evolucionado hacia un modelo industrial, con unos niveles educativos y sanitarios aceptables, aunque mejorables, y que ha generado una clase media, que cada vez que tiene un peso social más importante. La evolución que ha llevado a esta realidad, que ha hecho de España lo que entendemos por un país occidental moderno, se inicia especialmente en los años 60, en los que se pasa de la política autárquica al “desarrollismo” (López Rodó). Esta evidente evolución se ha visto propiciada por varios factores. Para mí el más claro es que en España, después de casi dos siglos de inestabilidades, cambios radicales, guerras internas y externas y luchas dinásticas, se viven cuatro décadas de ausencia de conflictos y estabilidad institucional. En estas cuatro décadas la política pudo ser más o menos acertadas, las libertadas pudieron estar limitadas, pero, después de casi dos siglos, los españoles pudieron dedicarse a vivir y trabajar sin tener que tomar las armas para un conflicto interno (guerras carlistas, por ejemplo) o externo (guerra de Marruecos).
Este hecho tan evidente, tan “en bruto”, creo que todavía no ha sido tenido en cuenta suficientemente por los historiadores de la época. Hay un segundo factor. Se trata de la configuración de una clase política que, en gran medida, estaba compuesta por gente honrada y con vocación de servicio público. Desde los cientos y miles de alcaldes de municipios pequeños, que trabajaban sin apenas retribución y unos recursos muy limitados, hasta figuras de la talla de Carrero, el mencionado López Rodó, Martín Artajo, Silva Muñoz o Adolfo Suárez, se conformó una clase política que actuó con un nivel aceptable de eficacia y, con excepciones, de honestidad. Esta clase política indica su poco apego al poder votando (noviembre de 1976) la Ley para la Reforma Política, es decir, su propia acta de defunción. De esta clase política franquista se nutrió principalmente la UCD, que mantuvo en su corta y fructífera vida (elecciones de 1977 hasta triunfo socialista de 1982) unos niveles de honradez en la cosa pública, que luego han bajado hasta cotas subterráneas. José Utrera Molina, fallecido en la localidad malagueña de Nerja el 22 de abril de 2017, era uno de los últimos representantes de este tipo de político honesto y responsable en lo público y también irreprochable en el ámbito personal y familiar, apoyado en sólidos valores morales y, en última instancia, religiosos.
En el caso de Utrera, se añadía un fuerte componente social que derivaba de su falangismo. De todo esto, y de algunos temas cercanos llegará un día en el que podremos hablar sin levantar escándalos ni anatemas, sin dispararnos la palabra “fascista” como una pelota de barro que ha abandonado su significado y se ha convertido en un objeto arrojadizo. ¿Cuánto tardará este día en llegar? Esperemos sin impaciencia, porque, como dice Antonio Machado, “la vida es larga y el arte es un juguete”.