Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz. En un mundo acostumbrado a ponderar lo exterior en términos de éxito y de resultados, casi siempre en un sentido cuantitativo, lo interior, la intención, ocupa un lugar menos destacado. Tal vez no negado, pero no siempre valorado.
El Evangelio nos presenta una situación que bien podríamos definirla como “lo grande a los ojos de Dios”. Se trata del relato de la viuda pobre que hace su ofrenda en el Templo desde su pobreza, frente a la ofrenda de muchos ricos que dan de su abundancia y para ser vistos.
Jesús, mirando la escena, les dice a los apóstoles: “Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros” (cfr. Mc. 12, 41-44). Esto significa que los actos exteriores si no están animados y sostenidos por una riqueza y rectitud interior, incluso la misma vida religiosa, pierden toda su fuerza moral y valor espiritual.
Cuando hablamos de purificar las intenciones y pensamientos, ello no significa siempre negarlos, sino quitarles todo aquello que los empobrece moralmente. En este sentido la práctica de un frecuente y sincero examen de conciencia sobre las motivaciones de nuestros actos a luz, por ejemplo de las Bienaventuranzas, es una ayuda para conocernos y crecer espiritualmente.
No es que esté mal cuidar lo exterior, sea lo físico como lo estético, pero es necesario que lo interior, que es como el “humus” que fecunda nuestra vida y nuestros actos, también necesita de nuestro tiempo y atención.
Esto que es fácil de ver en la vida religiosa, como en el caso de la ofrenda de la viuda, no siempre es tenido en cuenta en otros órdenes de la vida, dónde parecería que mi decisión y el resultado son la norma que mide la moralidad de un acto. Es como decir: las intenciones pertenecen al mundo de lo privado, las acciones, en cambio, se rigen por otros parámetros. Esto es nocivo, tanto a nivel de relaciones interpersonales que las va deteriorando, como de una cultura que va justificando comportamientos sobre la base de una libertad que se mide por el deseo o el sólo resultado.
La ausencia de valores vinculantes en el actuar, deja al hombre en un estado de orfandad moral. La coherencia moral nos habla de una identidad, al menos de tener un deseo positivo de unir lo interior y exterior, el pensamiento, la palabra y el obrar. Da la sensación que en muchos casos, sea de relaciones interpersonales como de proyectos de vida y compromisos asumidos, se va construyendo sobre pies de barro, o para tomar una imagen del mismo Evangelio, se construye la casa sobre arena, sin cimientos sólidos (cfr. Lc. 6, 47-49).
Qué triste cuando un chico, ya desde su casa, se acostumbra a esta dualidad entre lo interior y lo exterior, entre lo que se dice y se hace, entre lo que se es y lo que se aparenta, en última instancia aunque parezca fuerte decirlo, entre la verdad y la mentira.
Por ello, “lo importante a los ojos de Dios” es el nivel moral de nuestras intenciones, que dan valor a nuestros actos externos y hacen que nuestras palabras y acciones sean veraces y justas. Solo la coherencia de vida es la que permite crear relaciones estables y ser, al mismo tiempo, testimonio de la bondad y belleza de una vida auténtica.
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.