Lo infinito en lo finito
José Escandell. 16 de mayo. Es sorprendente que se den juntos la irreemplazable individualidad de cada persona humana y, en cada una, la apertura a la más dilatada universalidad. Lo universal se da en lo individual. Porque, desde luego, cada persona humana es singular e individual, y tanto que lo que a cada una le acontece tan sólo le acontece a ella en cada caso. Faltaría más. Pero sucede que, dentro de esa singularidad cerrada se aloja la universalidad.
Esto último debe ser explicado. Lo que se ha afirmado es que cada hombre es sede, residencia y lugar de la universalidad. Para mostrarlo basta considerar qué son las ideas. En el hombre hay ideas, y hasta en el más modesto, torpe e inculto de los hombres hay conceptos, que enseguida se ostentan mediante las palabras: «patata», «mesa», «mano», «tú»… sea en el idioma que sea. Un término tan elemental y sencillo como «tú» significa algo que no es singular de ninguna manera: es un «tú» el interlocutor que ahora tengo, pero también es «tú» el vendedor del pan con el que me encuentro, y es luego «tú» el paseante que se cruza conmigo por la calle, etc. «Tú» significa, pues, muchos tús. Como «patata» significa todas y cada una de las patatas, pasadas, presentes, futuras e inexistentes.
Cosa que no sucede con las sensaciones. Mi visión del color rojo es la particular y singularísima visión que en un instante dado tengo de ese particular y singularísimo color rojo. Como es particular y singular el frío que ahora siento, o el olor que huelo en este alimento, o el sabor de este bocado de comida.
«Rojo», por el contrario, es ya un concepto: pues significa este rojo, aquel, el de más allá y todos los rojos habidos y por haber. También los hombres podemos ver y, en general, sentir, y mediante los sentidos captamos realidades, aunque siempre realidades particulares y concretas, tan particulares y concretas como cada uno de nosotros. Ahora bien, cuando el conocimiento no es sentir, sino entender, la cosa cambia. El entender produce conceptos, y los conceptos tienen alcance universal, y con los conceptos construimos juicios y desarrollamos razonamientos. Somos racionales.
La racionalidad es al menos capacidad de universalidad, y puede añadirse, con todo sentido, que los seres no racionales de ninguna manera tienen esa capacidad, por mucho que, en algún caso, puedan disponer de algo que se le asemeja.
Todo lo cual viene a cuento del problema del relativismo. Ciertamente, el nombre de «relativismo» ennoblece algo que en realidad es torpe e inhumano. Porque es imposible sostener en serio que «todo es relativo», ya que, como se sabe, esta afirmación es incompatible con su propio contenido. La tesis relativista es una pura contradicción. De modo que, por lo tanto, quien afirme sostenerla, o bien no sabe lo que dice (y entonces no hay que tomarle en serio), o bien lo que pretende es disculparse de razonar (y cesa en parte de ser racional). Tan paradójico es pretender ser relativista como encontrar un círculo cuadrado o un hierro de madera.
Ahora bien, el caso es que el ser humano es capaz de fingir el relativismo. No puede haber relativistas «serios», pero sí puede haber, y hay, «presuntos» relativistas. ¿Cómo es ello posible? Como es evidente, son numerosos los factores que confluyen a permitir esa pantomima. Uno de ellos estriba, seguramente, en un rasgo estructural del ser humano. Ni Dios ni las piedras pueden fingir relativismo. Es que en el ser humano acontece el darse lo universal (que es absoluto) en una subjetividad finita y particular. Cuando fingimos ser relativistas (o escépticos, que para el caso da lo mismo), operamos algo que sólo el ser humano puede realizar, porque sólo la racionalidad finita puede querer despegarse de la universalidad.