LO QUE QUEDA DE AQUELLOS TRES RELUCIENTES JUEVES DEL AÑO
Por razones que se pretende atribuir al Covid – 19 y la salud pública éste ha sido el segundo año consecutivo en que no se celebran como sería oportuno algunas fiestas y tradiciones de la liturgia católica, hemos completado el ciclo pascual. El domingo de Pascua es una fecha variable en función del ciclo lunar, a este día le siguen varias fiestas clave en la liturgia católica que dieron pie al conocido refrán español “tres Jueves en el año, que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”.
De los tres sólo queda ya, el Jueves Santo, fecha también controvertida en su origen, desde los datos de los propios evangelistas. Así la última Cena es considerada por la mayoría de los exégetas como un “Séder” o Cena de Pascua celebrada en la noche del Jueves Santo antes de la crucifixión el Viernes Santo. Esta creencia se basa en la cronología de los evangelios, pero la cronología del Evangelio de Juan indica que se celebró antes de Pascua (Juan 18:28). Las referencias en el evangelio de Juan marcan el día de la preparación para la pascua (Juan 19:14, 31, y 42), se toman por muchos para indicar que la muerte de Cristo ocurrió en el tiempo de la matanza de los corderos de la Pascua (esta cronología posterior es la aceptada por la iglesia Ortodoxa). Sin embargo, los católicos situamos la última Cena en la tarde del jueves, según Marcos 14:12 y Lucas 22:7, únicas referencias explícitas en los evangelios a que en el momento de la crucifixión de Cristo se da la matanza de corderos, y se da lugar el Día de la Preparación en el Evangelio de Juan como una posible referencia al Viernes de pascua durante el cual se realizan las preparaciones para el descanso del Shabat.
Con la salida de la primera estrella del sábado la comunidad judía celebra Pésaj, la Fiesta de la Libertad, en la que durante 8 días se recuerda la salida del pueblo judío de Egipto tras 210 años de esclavitud. Pésaj se festeja cada año el 15 de Nisan de acuerdo al calendario hebreo, y coincide con la llegada de la primavera en el hemisferio norte. Es una de las festividades más importantes en los hogares judíos y la cena familiar se considera un “séder” (voz hebrea que significa `orden´) porque sigue un orden ritual y está llena de simbolismos.
Este jueves 3 de junio la Iglesia celebra la solemnidad del Corpus Christi, aunque por diferentes motivos y más o menos acomodaticios motivos, en algunos lugares los actos se trasladen al domingo siguiente. Con una asombrosa coherencia, posible testimonio de que es más que algo humano, toda la liturgia católica se haya íntimamente relacionada incluso en sus celebraciones más diversas y aparentemente hasta contradictorias, como pueden ser las que se vinculan a los misterios del nacimiento y la muerte. Recuérdese, por ejemplo, la costumbre de recibir los últimos sacramentos teniendo encendida la vela con que se fue bautizado, cuya llama refleja, como se dice en la noche pascual la luz de Cristo, luz que se refleja en el cirio pascual. Ahora, terminando el tiempo de Pascua, la Iglesia pone tres fiestas extraordinariamente vinculadas entre sí. La Ascensión, Pentecostés y el Corpus Christi, jueves siguiente a la Santísima Trinidad, que glorifica al Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Ascensión, 13 de mayo –otro de los tres jueves que brillaban más que el sol y que, hoy, igual que el Corpus se ha eclipsado y cambiado de fecha en España- celebra y proclama la subida triunfante de la santa humanidad de Jesús a los cielos. Una humanidad admitida a sentarse a la derecha del Padre y participar de su gloria, cuya ascensión no deja de ser prenda de la nuestra y debe conferirnos una inmensa esperanza, al ver que nos precede a la patria celestial y que, con palabras de San León, “el Hijo de Dios, después de haberse incorporado a los que la envidia del Diablo había arrojado del Paraíso terrenal, los lleva consigo al subir al Padre”.
Pentecostés, 23 de mayo, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, ya es anunciada por Jesús resucitado cuando les manda que no salgan de Jerusalén, sino que esperen la promesa del Padre que ya han oído de su boca: “porque Juan ha bautizado con agua, más vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días”.
El Corpus Christi remonta sus orígenes al año 1242, en que fue instituida en la diócesis de Lieja por el obispo Robert de Thorete a petición de la monja Juliana. El papa Urbano IV publicó la bula “Transiturus” el 8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el amor de nuestro Salvador expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi” en el día jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la santa misa y al oficio, cuyo autor no es otro que Tomás de Aquino. De él son himnos y oraciones como Pange Lingua, Lauda Sion, Panis angelicus, Adoro te devote o Verbum Supernum Prodiens…
La Eucaristía está tan íntimamente unida a la vida de la Iglesia y de los fieles católicos que puede decirse que en ella brota y se manifiesta continuamente nuestra vida, porque es en su celebración donde la Iglesia hace presente sobre sus altares el sacrificio de Cristo, fuente de la redención; y porque, en la sagrada comunión, los cristianos nos podemos unir al Cordero inmolado por nosotros y transformar nuestra vida en la de Él. Así, nacidos a la vida de la gracia gracias a las aguas del bautismo, nos alimentamos y reparamos la fuerza del espíritu con este Pan celestial.
Con palabras de San Alfonso María de Ligorio, “En ninguna otra obra del divino amor se realizan tanto estas palabras como en el adorable misterio del Santísimo Sacramento, donde en verdad está nuestro Dios del todo escondido. En la encarnación ocultó el Verbo eterno su divinidad y apareció en la tierra hecho hombre; mas para quedarse con nosotros en este Sacramento, Jesús esconde también su humanidad, y sólo aparece bajo la forma de pan, como dice San Bernardo, para mostrarnos de este modo el tiernísimo amor que nos tiene: <Cubre su divinidad y oculta su humanidad y sólo aparecen las entrañas de su caridad ardientísima>”.
En una de sus apariciones a los apóstoles, Jesús dijo a Santo Tomás –quien había podido ver su humanidad y fue testigo de su resurrección- “Porque me has visto has creído. Dichosos los que creyeron sin haber visto” (Jn. XX, 29) y, en consecuencia, en la solemnidad del Corpus Christi, se presenta una buena ocasión de ejercitar la virtud teologal de la Fe y, en el espíritu de la enseñanza del santo y doctor de la Iglesia, patrono de los confesores, hacer un acto de fe similar al que, colgando, junto a él de la cruz, profesó San Dimas, el buen ladrón, a quien Jesús prometió el cielo estando en la tierra: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Entonces Jesús contestó: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Luc, XXII, 42-43). De ello, el Doctor Angélico hizo un magnífico compendio en la tercera estrofa de Adoro Te devote, propio de la liturgia de este día : “In Cruce latebat sola déitas, / at hic latet simul et humánitas;/ ambo tamem crédens atque cónfitens,/ peto quod petivit latro póenintens”.
En su homilía de la misa del Corpus de 2011, Benedicto XVI nos enseña: mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad.
Del don de amor de Cristo proviene nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.
Escribe Chesterton en su obra Santo Tomás de Aquino: “Por regla general, fue un escritor de prosa eminentemente práctica; algunos dirían que un escritor de prosa muy prosaica […] Pero el autor del oficio de Corpus Christi no era sólo lo que hasta los más zopencos llamarían un poeta; era lo que los más exigentes llamarían un artista. Su doble función más bien recuerda la gran actividad de un gran artífice renacentista, como Miguel Angel o un Leonardo da Vinci, que trabajaba en la muralla exterior, planificando y construyendo las fortificaciones de la ciudad, y luego se retiraba a la cámara reservada para tallar o modelar una copa o la arqueta de un relicario”.
Igualmente, en el Lauda Sion cantamos: “Lauda, Sion, Salvatorem;/ Lauda ducem el pastórem,/ In hymnis el cánticis./ Quantum potes, tantum aude;/ Quia major omni laude,/ Nec laudáre súfficis” (Alaba, pueblo elegido al Salvador, alaba a tu guía y tu pastor, con himnos y con cánticos. Osa [alabarlo] cuanto puedas, porque la mayor de todas las alabanzas no lo alaba suficientemente).
Concluiré con la idea de que, en estos tiempos de secularización globalizada, (catalizada los dos últimos años por la inefable excusa del COVID-19 o enfermedad causada por el nuevo coronavirus conocido como SARS-CoV-2) cuando no de una persecución abierta que cuesta la vida de un cristiano cada cinco minutos, no vendría mal que aprovecháramos la solemnidad de Corpus Christi, quien pueda dando el testimonio de acompañar a Jesús sacramentado; y todos meditando y haciendo nuestras las palabras de San Alfonso María de Ligorio en su Oración al Santísimo Sacramento: “Señor mío Jesucristo, que por amor a los hombre estás noche y día en este sacramento, lleno de piedad y de amor, esperando, llamando y recibiendo a cuantos vienen a visitarte: creo que estás presente en el sacramento del altar. Te adoro desde el abismo de mi nada y te doy gracias por todas las mercedes que me has hecho, y especialmente por haberte dado Tú mismo en este sacramento, por haberme concedido por mi abogada a tu amantísima Madre y haberme llamado a visitarte en esta iglesia. Adoro ahora a tu santísimo Corazón y deseo adorarlo por tres fines: el primero, en acción de gracias por este insigne beneficio; en segundo lugar, para resarcirte de todas las injurias que recibes de tus enemigos en este sacramento; y finalmente, deseando adorarte con esta visita en todos los lugares de la tierra donde estás sacramentado con menos culto y abandono”.
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO