Javier Paredes. Caetedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá. Es tan española la fiesta de la Epifanía, que los tres Reyes de Oriente vinieron a celebrar el nacimiento de nuestra lengua española hace casi nueve siglos. Cuando Ramón Menéndez Pidal estudió el manuscrito del Auto de los Reyes Magos, adelantó la aparición de esta obra a mediados del siglo XII, ya que hasta entonces se fechaba a principios del siglo XIII. Así las cosas el Auto de Reyes Magos es la pieza teatral más antigua de la lengua española. De modo que no faltan quienes por su carácter de fiesta española o por su sentido religioso, o por las dos cosas juntas, tratan de eliminarla, imponiendo un sustitutivo sintético y panzudo, montado una trola, tirada por renos voladores.
Melchor, Gaspar y Baltasar, además de Reyes son sabios, pues no hay mayor sabiduría que averiguar de dónde venimos y a dónde vamos. Por eso Gaspar supo ver en el cielo la razón de su existencias, como cuenta el Auto de los Reyes Magos:
“Otra señal no puede ser
sino la que hoy se deja ver.
Nacido es Dios, de hembra nacido
en este mes amortecido.
Allá iré, le adoraré,
por Dios de todos le tendré”.
Supo ver el rey de Oriente, que ni toda su grandeza era equiparable al Creador. Ni tampoco sumada la de sus otros dos compañeros de cabalgata, ni añadida la de todos los reyes juntos de la tierra podía compararse a Dios, pues toda la grandeza de los hombres se resume en la adoración de Dios Niño, Padre, Creador, Redentor… Y tantas veces, de espaldas al ejemplo de Gaspar, nos dejamos engañar por el demonio para ser como dioses, o seducidos por Marx para creernos que el hombre es el ser supremo para el hombre. Y tengo para mí que la sabiduría popular española, católica en su esencia, que trasmite las grandes verdades de una a otra generación de españoles, se inspiró en el el Auto de los Reyes Magos y nos recuerda:
“La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.
En esta vida emprestada,
do bien obrar es la llave,
aquel que se salva sabe;
el otro no sabe nada”.
Pero sólo las verdades las descubren los sabios cuando no se resisten al empuje de la humildad, que les hace inclinar sus cabezas hacia abajo parta descubrir en el estudio la verdad de su ser creado, dependiente y limitado…, para postrar la frente en el suelo en señal de adoración a Dios. Y todo ello en el en el silencio y la soledad del estudio o de la oración. Por contra los reyezuelos de la tierra, los de ayer y los de hoy, como Herodes, prefieren el tumulto de sus consejeros, que camufla la verdad, para evitar y dar de lado la reflexión y la oración.
Herodes ni piensa ni reza, solo aspira a mantenerse en el trono a todo trance, al igual que sus consejeros, que en aquella ceremonia de la hipocresía descrita magistralmente en el Auto de los Reyes Magos, no están dispuestos a hacer otra cosa que alagar los oídos de quien les mantiene en sus cargos, aunque para eso haga falta degollar a unas cuantas criaturas en Belén o a millones de niños inocentes hoy, cuya sangre clama al Cielo. Y todo por mantenerse en un pútrido y corrompido poder…
“¿Otro Rey sobre mí?
Nunca tal cosa vi.
Aún no soy yo muerto
ni bajo tierra puesto.
El siglo va a zaga
y no sé qué me haga.
En verdad no lo crea
hasta que no lo vea.
Vengan mis abades
y mis potestades,
y mis escribanos,
y mis gramáticos,
y mis estrelleros
y mis retóricos.
Me dirán la verdad, si está en lo escrito,
o si lo saben ellos, o si lo han sabido”.