Lo universal, lo común y nosotros
José Escandell. 1 de Noviembre.
Desde que el mundo cayó en las redes del nominalismo, allá por el siglo XIV, el pensamiento occidental se convenció de que las verdades de alcance general son inseguras, o, sencillamente, no las hay. Sino que el hombre debe resignarse y contentarse con verdaditas al alcance de la mano, simples y fugaces.
Las ciencias positivas, los conocimientos que llamamos «empíricos» y que nos parecen muy serios y sólidos, han de apañárselas como pueden para pasar de esas verdaditas a algo más o menos general, a las «leyes» científicas. El mecanismo que los saberes positivos han establecido para lograr sus conclusiones se llama «inducción». En la inducción, a partir de casos particulares, muchos o pocos, se da por buena una afirmación general. La tarea científica viene a reducirse en organizar las cosas en laboratorios, en planes de observación o de experimentación, para que las inducciones o generalizaciones sean aceptables.
El nominalismo sostiene que no hay verdades generales sencillamente porque no hay nada general, o porque no podemos llegar a conocerlo. Para estos, cada caso es un caso irrepetible y único y detrás de una repetición no hay realmente una naturaleza que da razón de ella, sino nuestra necesidad de aclararnos. Porque un mundo en el que todo es único no tiene orden ni concierto. Nada más odioso al nominalismo que la idea de naturaleza o esencia. Esto es lo importante: no hay nada general y común, todo es singular, único e irrepetible. Nuestra necesidad de aclararnos en el mundo nos autoriza a construir generalizaciones. Pero no son más que una suma y resumen.
El democratismo puro sostiene que todo en la sociedad se decide, en última instancia, por votación. Nuestra moderna política deriva toda generalización en las sociedades hacia el resultado de votaciones. Es nominalista, pues, en la medida en que abandona toda esencia o naturaleza y se queda tan sólo con el número. Como es lógico, esta observación no podría hacerse si el democratismo, en vez de exigir votaciones en todo asunto público, admitiera al menos un territorio exento de votaciones, justamente el ámbito que pudiera corresponder a la naturaleza del hombre y de la sociedad.