Los desahucios: Actos de justicia
Gustavo Vidal Manzanares. Jurista del Cuerpo Superior de Técnicos de la Administración.
Un desahucio es, en primer lugar y por encima de cualquier otra consideración, un acto de justicia en sentido estricto.
Así, una parte (acreedor y/o arrendador) cuando siente vulnerados sus derechos acude a los tribunales e interpone la correspondiente demanda en lugar de tomarse la justicia por su mano o apelar a la pena como forma de manipulación.
Se inicia de este modo un procedimiento contradictorio donde ambas partes pueden formular sus alegaciones. Concluye con una resolución judicial donde se hace constar quien tiene mejor derecho respecto a la posesión de la vivienda.
Lamentablemente, en los últimos tiempos, voces oportunistas y demagógicas han tintado la palabra desahucio de un matiz insolidario y poco menos que criminal, como si la parte demandante careciera de derechos y hubiera de plegarse a las necesidades de la demandada.
Pero “curiosamente” jamás veremos a los “solidarios activistas antidesahucios” acogiendo en su casa a desahuciados…. Nunca mejor dicho aquello de “solidaridad, sí, pero con los bienes ajenos, no con lo mío”.
Kichi Bond y otros morosos del montón
Hasta se ha alegado (con formidables dosis de ignorancia o malicia) que el hecho de desahuciar conculca el derecho a la vivienda. Pero en realidad, estamos ante un procedimiento judicial que tan solo establece que una parte carece de derechos sobre una vivienda concreta y, por supuesto, ha de restituirse el legítimo derecho de quien ha ganado el pleito (quien, según algunos, carece de derecho a la vivienda). En otras palabras: “Sí, Vd tiene derecho a la vivienda… pero no sobre esta vivienda en concreto porque pertenece a otra persona”.
En este sentido, resulta paradigmático el primer sainete antidesahucios protagonizado por el inenarrable Kichi, alcalde de Cádiz. Dispuesto cual James Bond salvador, a sacarse la foto parando un desahucio. Como sabemos se personó sin éxito ante una comisión judicial que, protegida por la policía, se disponía a ejecutar una orden judicial de lanzamiento. El proceso de desahucio había sido instado por una anciana pobre y enferma cuyos ingresos derivaban precisamente del alquiler de la vivienda donde un moroso, que la habitaba sin pagar desde hacía años, se resistía a cumplir la sentencia… sobran comentarios.
Reprochable utilización de menores
Conviene resaltar que una vez concluido el juicio de desahucio, y a afectos de dejar libre y vacía la vivienda, se otorga a quien carece de derechos sobre la misma (el llamado “desahuciado”) más oportunidades que a “Platanito” y si, finalmente, la policía acude al domicilio a ejecutar la orden es debido a la pertinaz desobediencia y afán dilatorio de quien perdió el pleito, pues, tras sucesivos requerimientos, se ha negado a cumplir la resolución judicial que otorga derechos a la otra parte (que, por lo visto, reitero, carece de derechos).
En esta línea, no estaría de más comenzar a plantearse la posibilidad de repercutir el coste de la operación policial en quienes deliberadamente han alargado el proceso hasta el punto de ser necesaria la intervención policial y, a mayor abundamiento, se jactan de “haber parado” las anteriores órdenes de desalojo.
A lo anterior debe unirse el uso a mi juicio vergonzante de menores para inspirar conmiseración, ya sea mediante convocatorias en las redes donde se alude a los niños como a seleccionadas imágenes de los mismos, muchas veces sin pixelar sus caras… ¿a qué espera el Fiscal para intervenir? Particularmente, perseguir un objetivo valiéndose de la imagen y presencia de niños puede parecer a muchos un acto de profunda vileza.
¡¡¡ No más derechos sin deberes !!!
Aunque se habla, mucho y con razón, del derecho a la vivienda, todo indica que se olvida la contrapartida básica de todo derecho: la obligación, el deber.
La existencia de derechos que, lógicamente, conllevan el correspondiente deber, lejos de obedecer a postulados reaccionarios aparece recogida hasta… ¡en la letra de La Internacional! Sí, “no más derechos sin deberes” reza La Internacional. “Pero solo si nos interesa”, parecen añadir algunos “solidarios con lo ajeno”.
Por lo demás, como ya se ha comentado, el derecho a la vivienda no implica derecho a la vivienda concreta que uno quiera, sino a aquella que cada cual, dentro de sus posibilidades, pueda costearse. Destaca aquí la maliciosa utilización de lenguaje cuando se cacarea “echan a una familia de su casa a la calle…”. No, precisamente los echan, porque no es SU casa, tras un proceso con todas las garantías jurídicas y, por cierto, dudo mucho que se queden en la calle. Ello no implica que pueda acceder a otra vivienda, por supuesto, pero no aquella, que no es suya. Ahí radica el quid.
Observarán que he empleado el término “costearse”. Obviamente, porque los derechos no son gratis. Acarrean un coste en el momento de su materialización. Por ejemplo, el derecho a la sanidad implica pagar un salario digno a médicos, enfermeros, auxiliares, cuidadores, limpiadoras…otro tanto puede afirmarse del derecho a la educación. Y la vivienda, obviamente, no constituye ninguna excepción…. ¿o alguien considera que una casa es un bien inmaterial de coste cero?
Lamentablemente, en nuestro país se extiende un axioma tan injusto como pernicioso: “Oiga, yo tengo derecho a esto, me lo tienen que dar y si no me lo dan ya se lo cojo yo a otro”. Esto implica que un ruidoso (cuando no ocioso) conjunto de ciudadanos quiera repercutir sobre otros ciudadanos el coste de un derecho que, por diversos motivos, no pocas veces angustiosos, no puede sufragarse.
En suma, desde algunos sectores”solidarios y activistas” se predica y exige que otros financien las necesidades de terceros ajenos. Eso sí, no espere que el “solidario activista” sea quien peche con el coste.
El problema, y no menor, es que se está pidiendo a ciudadanos, ya de por sí castigados por la crisis, que sufraguen, a su vez, la vida de terceros. Es decir, se pretende que la mera condición de “necesitado” otorgue carta de Derecho sobre el bolsillo de los demás sin tan siquiera cuestionar cómo se ha podido llegar a esa situación de necesidad real o supuesta. Escenario en el que siempre despliegan un papel activo las decisiones, errores, imprudencias, cualificación, capacidades, etc, del ciudadano que recibe, vía ayudas públicas, parte del fruto del trabajo de otros.
La ocasión perdida
Basta sumergirse en la historia de España para observar que jamás se ha afrontado con rigor el tema de la vivienda. La cada vez más lejana bonanza económica internacional podría haber propiciado una solución integral del problema de la vivienda en España. Tan solo con el dinero empleado en avalar a las Cajas se podría, literalmente, haber construido varios millones de viviendas sociales.
Sin duda estos pisos habrían cubierto muchas situaciones transitorias de infortunio real (que no de irresponsabilidad o temeridad), habrían brindado posibilidades de independencia a muchas parejas jóvenes, etc. Nada se hizo. Primaban, sin duda otros factores…
En este sentido, y por desgracia, la ciudadanía se lanzó a una orgía descarnada de compras y ventas. Alquilar era de “pobretones” y todos los vecinos de la escalera sabían que “ese está de alquiler”.
Por su parte, promotoras, inmobiliarias, constructoras… todos buscaban la ganancia fácil, rápida y abundante. Del papel de los políticos, especialmente en los ámbitos municipales y autonómicos, mejor no hablar. ¿Los comerciales bancarios? Basta imaginarlos babeando por su comisión cuando alguien entraba a informarse sobre una hipoteca.
Y referirse al ciudadano de a pie indigna y deprime en no pocos casos. Sobre todo cuando se recuerda los ojos de tendero goloso de tantos particulares que, frotándose las manos, repetían aquello de “yo, mi piso por menos de… es que no lo suelto”, “pues yo compré este por… y ahora lo voy a vender por….” , “a mí , con lo que me dan por mi piso me voy a comprar un chalé en…”. Y tantas frases similares que evidencian algo muy simple: el reparto transversal de la codicia, la irresponsabilidad, la imprevisión… y la falta de cabeza.
Solo resta concluir con algo evidente: siempre que no se opte por opciones populistas ruinosas (valga la redundancia) la actual crisis pasará. Lentamente, pero será historia en unos años. Quedan, eso si, por determinar sus secuelas. Y una de ellas parece el profundo sentido de irresponsabilidad y buenismo (con lo ajeno, por supuesto) extendido en amplias capas sociales y que se cristaliza en expresiones como “La culpa no es mía, sino de que me engañó…”, “Bueno, bueno, tiremos para adelante y si sale mal ya se verá, alguien lo pagará que peor es lo de Bárcenas y los eres de Andalucía”, “Hay que ayudar a Periquito que lo pasa muy mal” (con el dinero de los demás y sin cuestionarse que ha hecho Periquito para llegar a su situación)… en suma y parafraseando a Thomas Sowell: la peor secuela, tal vez incurable, la constituya construir “una sociedad en la que se castiga a quien se esfuerza y cumple, se premia a quien incumple y se santifica a quien más se queja”, funesto esquema destinado a hundir hasta el más sólido Estado de bienestar.