Los separatistas en la actual situación de crisis sanitaria
Manuel Parra Celaya. Si existe en nuestro idioma un adjetivo especialmente idóneo para los nacionalismos separatistas, este es el de insolidarios. En efecto, la insolidaridad está en la raíz constitutiva de estas ideologías, en tanto que, como mínimo, se desprecia al otro, al que no tiene nuestras mismas señas de identidad, incluso aspecto (véase a la alcaldesa de Vic, por ejemplo), se ensalza hasta el paroxismo al propio, al que se disimulan sus yerros (Te perdonamos, Pujol, leímos en una pancarta) y se busca sin tregua al enemigo que haga las veces de chivo expiatorio, responsable de la desdicha de la colectividad ensimismada en su mitología particular.
De la insolidaridad a la canallada puede existir una tenue divisoria, fácilmente franqueable cuando el separatismo tiene en su ADN, histórica e ideológicamente, un componente racista. La pandemia del coronavirus -emergencia mundial, catástrofe para Europa y calamidad humana, social y económica para España en concreto- ha vuelto a poner de manifiesto la catadura moral de quienes han intentado aprovecharla para sus fines políticos.
Torra y Urkullu, Urkullu y Torra, que tanto monta, se pusieron de acuerdo en volver a quedar en evidencia ante catalanes y vascos normales, ante todo el resto de los españoles y ante la Europa racional, con excepción, claro, de los aliados flamencos del fugado Puigdemont.
Así, el interlocutor de Pedro Sánchez en la mesa de diálogo (¿pero no estaba suspendido en sus funciones?) habló de confiscación de competencias ante el decreto del estado de alarma, y su edecán, la señora o señorita Budó, le secundó con una estupidez similar; por su parte, el heredero espiritual de Sabino Arana manifestó que se trataba de un 155 encubierto; ni uno ni otro (acaso hubo alguno más del que no tenemos noticia) eran capaces de comprender que todas las competencias transferidas a las autonomías debían quedar supeditadas a la necesidad de un mando único ante la grave crisis nacional, mando representado ahora -mal que bien- por el gobierno de España.
Previamente, el impresentable Torra había reclamado confinar Cataluña, que, en su idioma, quería decir aislarla de los bestias; una frontera sanitaria debía separar lo que considera su feudo del resto de España; sospechamos que se trataba de un ensayo o primer paso para que esta frontera se hiciera efectiva en un tiempo prolongado sine die, y no precisamente con el ánimo de preservar a la población (solo a su población) del coronavirus.
Lo cierto es que la situación calamitosa en la que vivimos y de la que intentamos salir con medidas drásticas ha dejado de lado, temporalmente, el entreguismo político en beneficio del separatismo; ni mesas de diálogo ni pactos bajo el tablero para arañar votos favorables a los presupuestos y para afianzamientos gubernamentales. De momento, las maniobras se han plegado ante la dura realidad y el victimismo separatista ha encallado entre sus propias lágrimas.
Un punto álgido de expresión de odio, y de encanallamiento de su propia persona, vino en un mensaje de una tal Ponsatí, que se permitió la burla macabra de decir de Madrid al cielo; inmediatamente lo borró, quizás aconsejada por algunos de sus propios conmilitones que no llegan a tal grado de ruindad. El victimismo ha vuelto a surgir con la ridiculez de que se ha destinado a Madrid (¡siempre ese Madrit!) material sanitario destinado a Cataluña. Claro que, en otras taifas o feudos ya se están levantando acusaciones semejantes, lo que demuestra lo que da de sí la solidaridad autonómica…
No es tampoco extraño que se haya producido un rasgamiento general de vestiduras entre los nacionalistas irredentos con el despliegue general de unidades del Ejército como apoyo necesario a las fuerzas de seguridad en todos los territorios; así se está haciendo ya sin problema en ciudades y localidades de mucha parte de España; pero, concretamente en el País Vasco, se cuenta con el precedente miserable de la negativa rotunda del lendakari a que la Unidad Militar de Emergencias pusiera su técnica y su buen hacer para desencombrar el derrumbamiento tóxico del vertedero de Zaldíbar y pudiera recuperar los cuerpos de los dos obreros sepultados; el estúpido prurito nacionalista se impuso, en esta reciente ocasión, a las necesidades de la sociedad y a las angustias de la familias de los desaparecidos.
Y, en Cataluña, los separatistas se han vuelto a poner de los nervios, con varias y surtidas declaraciones en contra de la presencia militar, incluido un nuevo escupitajo rufianesco en contra del Ejército español.
España entera -y toda Europa- vive una situación de gravedad. Ahora sería el momento de poner en práctica aquellas ética cívica y moral nacional que reivindicaba en un artículo reciente. Naturalmente, esto no cabe en la torpe e insolidaria mentalidad nacionalista.
Ética y moral que van a chocar, previsiblemente, no solo con la picaresca irresponsable de una ínfima parte de esta sociedad hasta hace poco alegre y confiada, sino, sobre todo, como se está demostrando, con la mezquindad de los nacionalismos insolidarios. Quizás, en contrapartida, sea un momento para revalorizar el papel garante de la unidad, la solidaridad y el servicio mutuo frente a la dispersión y a los egoísmos institucionalizados.