Música religiosa
Dos meses después de ser elegido Papa, san Pío X publicó su primera encíclica E supremi (4-X-1903) en la que hacía un diagnóstico de la situación de entonces. Un siglo después sus palabras siguen siendo actuales: “Nuestro mundo sufre un mal: la lejanía de Dios. Los hombres se han alejado de Dios, han prescindido de Él en el ordenamiento político y social. Todo lo demás son claras consecuencias de esta postura”. Y a continuación advertía a quienes pudieran interpretar estas palabras como un manifiesto de bandería “por aplicar medida humana a las cosas divinas”, a quienes entienden sociológicamente la Iglesia y colocan a unos a la derecha y a otros a la izquierda para situarse ellos en un cómodo centro, a todos éstos les decía que “los planes de Dios son nuestros planes; a ellos hemos de dedicar todas nuestras fuerzas y la misma vida”. En consecuencia, tomó prestadas para su divisa las siguientes palabras de San Pablo: “Restaurar todas las cosas en Cristo”.
Un mes después su atención restauradora descendía a detalles como el canto litúrgico, por eso hoy la protagonista del día es la música religiosa, porque el 22 de noviembre de 1903 -fiesta de santa Cecilia- san Pío X publicaba el motu proprio Tra le sollecitudini, que es considerado como la carta magna de dicha música religiosa. Esta iniciativa promovió un brillante renacimiento del órgano y del gregoriano, sin olvidar otros géneros de música sagrada, de los que también se habla en el documento pontificio.
Ahora bien, fuera cual fuera el género, san Pío X concretaba así sus características: “Por consiguiente, la música sagrada debe tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia, a saber: la santidad y la bondad de las formas, de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la universalidad.
Debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes.
Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos.
Mas a la vez debe ser universal, en el sentido de que, aun concediéndose a toda nación que admita en sus composiciones religiosas aquellas formas particulares que constituyen el carácter específico de su propia música, éste debe estar de tal modo subordinado a los caracteres generales de la música sagrada, que ningún fiel procedente de otra nación experimente al oírla una impresión que no sea buena”.