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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

Macro y microcristianismo

José J. Escandell. «[…] el hecho de que Dios saque bien del mal que los hombres hacen, como sucedió con el primer pecado de Adán que fue la causa de la Encarnación del Verbo, no significa que los hombres pequen sin culpa. Se paga por cada pecado, bien en el cielo bien en la tierra», R. de Mattei, El Espíritu Santo y el próximo cónclave, en «Tradición digital», 6 marzo 2013.

El poderoso «Estado del bienestar», bajo cuya fatídica sombra nos encontramos, tiende a vaciar nuestras vidas de sentido moral. Para él, sólo hay moral pública y, para lo privado, proclama un orgulloso «¡Ancha es Castilla!». Lo moral queda reducido al orden de lo exterior y lo «macro», mientras que los órdenes privados y «micro» (en particular, la familia) son declarados ámbitos despojados de toda esencial moralidad. En el plano privado y familiar reina la ausencia de compromiso y de deberes y la máxima autonomía, manifestadas, como es lógico, en los principios prácticos del divorcio universal (pues incluye la obligación de aceptar su posibilidad para todos: es socialmente obligatorio) y de la absoluta libertad de las pasiones, comenzando por las de cintura para abajo. La moral queda condensada en los preceptos de la tolerancia y la solidaridad.

Por la misma razón, los cristianos se exponen hoy a sufrir el espejismo de medir la difusión y calidad de la fe sólo en términos «macro», sociales y cuantitativos. Para esta clase de cristianos parece que las cosas van bien porque ha habido muchos participantes en las manifestaciones provida, en las misas navideñas de las familias, o en las jornadas mundiales de la juventud. Contentos de haber contado a tantos, regresan estos buenos cristianos a sus casas para satisfacerse enseguida viendo en la televisión una calle repleta de gente y leyendo las crónicas entusiastas de muchos cronistas religiosos. Es un cristianismo de grandes números, macroscópico. Este cristianismo está en su salsa ahora, ocupado en los entresijos de la sede papal vacante y la reunión del cónclave de los cardenales. Volverá a explotar de júbilo, pase lo que pase, cuando pronto en la plaza de San Pedro vuelva a escucharse el «Habemus Papam!». Volverá a contar gentes en la plaza y telespectadores y portadas de periódicos. Volverá a mirar fuera.

Los años cincuenta y sesenta vieron crecer y luego menguar tan sólo un poco, un cristianismo que hizo del compromiso social el alma de todo bautizado. Un cristianismo decididamente macro, que rechazaba con aspereza cualquier alusión a la vida interior y a obligaciones morales distintas del séptimo mandamiento (y que, tras haber reinterpretado los tres primeros, ponía toda la sordina posible al sexto). Hoy vemos avanzar un cristianismo que aparenta haber conciliado lo «macro», lo social, con lo «micro», con lo personal, en una forma equilibrada, madura y, por supuesto, democrática. Ya no es de izquierdas, sino de centro (supuesto que, por definición universal tácita, un cristiano de derechas es un facha repugnante).

Este cristianismo democrático se plasma en movimientos que recuperan, al menos en parte, las viejas formas de la piedad, de la liturgia e incluso de la doctrina. Sin embargo, su condición esencialmente «centrada» -equilibrada, moderna- hace que la continuidad entre las pretensiones «macro» y las actividades «micro» sea precaria o falsa. Es un cristianismo que, a pesar de su base en la oración y su buena voluntad, contiene un compromiso con el mundo que lo hipoteca radicalmente. Como para esta forma de vida cristiana lo esencial es dialogar con el mundo, y el mundo impone condiciones, entonces cabe rebajar los principios en nombre de negociaciones, reducciones, aggiornamentos. Un cristianismo que no traiciona abiertamente a Cristo, pero que se va entregando al mundo por ósmosis mundana, porque consecratio mundi es sinónimo de «ser aceptado por el mundo».

En estos tiempos de inquietudes, a la espera de un nuevo Papa, hay la tentación de centrar las energías en este aspecto «macro» de la vida cristiana mientras, al mismo tiempo, permanece una vez más en cuarentena llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas. Si no es que el reinado de Cristo ha sido transmutado en el reinado de la Constitución del 78. El empresario cristiano mantiene su pugna con sus asalariados y se aplica a emplear las leyes laborales en todo lo que a él le favorece, sin cuestionar su justicia. El político cristiano aprovecha su puesto para acumular poder y dinero, y promete que un día -lejano- los empleará para promover leyes justas y decentes. Mientras ese día llega, procura tan sólo acumular más poder y más dinero, posiblemente aconsejado y apoyado por algún obispo. La madre cristiana se emociona con el viejo Papa mientras interpreta la maternidad responsable como una autorización para emplear un DIU o comprar en Día condones para su marido. El buen profesor de un colegio concertado imparte su asignatura con manuales de editoriales anticristianas y explica la sexualidad humana con pelos y señales. El médico cristiano se camufla en el hospital y trata a sus pacientes como reses de ganado…