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Diario YA


 

Para los católicos el hecho más importante de la Historia es la Encarnación de la Segunda Persona trinitaria

María, Virgen y Madre de Dios

Pedro Sáez Martínez de Ubago. Aunque este año de 2013 se hayan hecho las lecturas correspondientes al Lunes Santo, cada 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Encarnación del Hijo de Dios en la virginal entraña de María Santísima. La Encarnación de Cristo celebra que la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o el Logos (la Sabiduría o Palabra), "se hizo carne" cuando fue concebido en el seno de la Virgen María. En la Encarnación, la naturaleza divina del Hijo fue unida de forma perfecta con la naturaleza humana en la persona de Jesucristo, que era "Dios verdadero y hombre verdadero" (Credo de Caldedonia). La Encarnación se conmemora y celebra cada año en la Fiesta de la Encarnación, también conocida como Anunciación.
Una de las características de la fe es su razonabilidad. Por ello, es lógico, y así lo explica la teología, que habiendo decidido Dios desde toda la eternidad hacer de María la Madre del Verbo encarnado la Iglesia tradicionalmente haya aplicado a María, lo mismo que al Verbo encarnado, su Hijo, los atributos de la Sabiduría (Proverbios 8, 22-35): “El Señor me ha creado primicias de sus caminos, antes de todas sus obras. Desde la eternidad fui constituida, desde el comienzo, antes de los orígenes de la tierra […] Dichoso el hombre que me oye y vela diariamente a mis puertas, guardando mis postigos. Quien me halla ha hallado la Vida y alcanza el favor del Señor”. La redención total que desde su Concepción preservó a la Santísima Virgen incluso del pecado original, no debe, por consiguiente, separarse de nuestra propia redención por Cristo.
Para los católicos el hecho más importante de la Historia es la Encarnación de la Segunda Persona trinitaria en las purísimas entrañas de la Virgen María, haciéndose hombre para habitar entre nosotros (Jn. I, 14) y redimirnos del pecado (Mt. I, 21). Sólo Dios, en su Omnipotencia, podía hacer de una mujer Virgen y Madre a la vez, y su Misericordia dispuso que así se obrara el milagro y misterio de la encarnación de su Hijo, de tal manera que, a un mismo tiempo, por ser hombre, podía merecer, y, por ser Dios, sus obras tenían valor infinito para reparar la ofensa cometida por el hombre contra el Creador cuando, llevado por la soberbia, quiso ser como Dios (Gen. III, 5-6).
El primer Padre de la Iglesia que escribe sobre María es San Ignacio de Antioquía (+ 110) defendiendo la realidad humana de Cristo al afirmar que pertenece a la estirpe de David, por nacer verdaderamente de María Virgen; en San Justino (+ 167) la reflexión mariana se remite al Gen 3, 15 contraponiendo a Eva y María, para luego, en el Diálogo con Trifón, insistir en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en la realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús y, al igual que San Ignacio de Antioquía, recalca la verdad de la concepción virginal, en su argumentación teológica.
Luego San Ireneo de Lyon (+ 202) insistiría en la realidad corporal de Cristo, y en la verdad de su generación en las entrañas de María, haciendo de la maternidad divina una de las bases de la cristología, en virtud de la cual, la naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios en el seno de María hace posible que la muerte redentora de Jesús alcance a todo el género humano.
Y en el siglo III se comienza a utilizar el título Theotókos “Madre de Dios” cuyo primer testimonio conocido encontramos en Orígenes (+ 254); y, en forma de súplica, rogando la intercesión de Aquélla a Quien, el 21 de enero de 1921, Benedicto XV aprobó la correspondiente Misa y el Oficio Divino de Maria, Medianera de todas las Gracias aparece por primera vez en la oración “Sub tuum praesidium” [bajo tu amparo], la plegaria mariana más antigua conocida. Ya en el siglo IV el mismo título se utiliza en la profesión de fe de Alejandro de Alejandría contra Arrio; y, en adelante, cobraría universalidad y son muchos los Santos Padres que, como San Efrén, San Atanasio, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio o San Agustín… explican en sus obras la dimensión teológica de esta verdad que se definió como dogma de fe en el Concilio de Éfeso del año 431, donde se proclamó que “si alguien no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel y que, por esto, la Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema”.
Desde tan antiguo arraiga y se explica, el amor y la devoción singular que los cristianos profesamos a María, la Virgen y Madre de Dios, reconociendo en Ella la obra maestra de la creación y el gran regalo que Dios nos ha hecho, con las palabras del Magnificat  (Lc. I, 48-49) “Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso”.