Memento homo...
No importa si los datos son muy exactos pero, generalmente, se admite que la Cuaresma o período de cuarenta días de ayuno y penitencia como preparación a la Pascua, quedó oficialmente instituida en el Concilio de Nicea (325) aunque su práctica se remonta a los orígenes de la Iglesia. En Roma y en las Galias se ayunaba la semana anterior; en Jerusalén, los fieles se abstenían desde la Cena del Señor hasta la mañana de la Resurrección. Más tarde, en la Edad Media, el tiempo de Cuaresma se notaba incluso en la vida social, la cristiandad en pleno dejaba a un lado todos los demás negocios, cerraba los tribunales y los teatros y se ocupaba en renovar su vida cristiana.
Hoy el espíritu de la Iglesia debería seguir siendo el mismo aunque la reforma litúrgica de 1969 ha desdibujado en buena medida el rostro austero y tantas veces centenario de la Cuaresma cercenando textos y antífonas seculares y la arbitrariedad de pastores y fieles hace difícilmente reconocible la identidad de este tiempo litúrgico: hay sitios donde simbolizan la limpieza del pecado ―estructural, por supuesto― escenificando un fregoteo con detergente. Rotunda debería ser la afirmación de que el cristiano ha de vivir, según el Maestro, en la cruz y la mortificación: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33). Parecen pronunciadas para hoy las palabras del Profeta Joel que resuenan estos días en nuestros oídos: «Tocad la trompeta en Sión, promulgad ayuno, convocad asamblea. Reunid al pueblo, promulgad santa congregación, convocad a los ancianos; reunid a los niños; aun a los niños de pecho. Que deje el esposo su cámara, y su tálamo la esposa» (Jl 2,15-16). La Iglesia nos exhorta con estas palabras a ir al desierto con Cristo: «Por eso, pues, ahora dice aún Yavé: Convertíos a mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras y convertíos a Yavé vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, tardo a la ira y rico en benignidad y se arrepiente en castigar» (Jl 2,12-13).
«Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris … Acuérdate, hombre, que eres polvo y al polvo has de volver»; para recordarnos la sentencia de muerte que sobre nosotros recae en pena del pecado, la Iglesia pronuncia estas palabras al tiempo que impone hoy la ceniza sobre nuestras cabezas. Tenemos aquí el vestigio de una antigua ceremonia. Los cristianos que habían cometido algún pecado grave y público debían también someterse a pública penitencia, y para eso, el Miércoles de Ceniza, el Pontífice bendecía los cilicios que los penitentes iban a llevar puestos durante toda la Santa Cuarentena, y les imponía la ceniza sacada de las palmas que habían servido el año anterior para la procesión de los Ramos. Luego, mientras los fieles rezaban los Salmos penitenciales, se «expulsaba a los penitentes del lugar santo, por causa de sus pecados, como había sido arrojado Adán del Paraíso por su desobediencia» (del Pontifical romano). Los penitentes no dejaban sus vestidos de penitencia, ni entraban en la iglesia hasta el Jueves Santo, después de haber sido reconciliados por los trabajos de la penitencia cuaresmal y por la confesión y absolución sacramentales.
Conviene recordar todo esto porque es la única verdad. En medio de las noticias de cada día, de los vaivenes en los puestos de quienes gestionan el poder, por encima de las ambiciones y hasta de las desilusiones. Esta es la única verdad: Memento homo… Hombre, recuerda que no estarás en la tierra para siempre, que eres el destinatario último de la redención ganada por Cristo, que eres «portador de valores eternos», pero ―misterio de la libertad― que puedes condenarte o salvarte. Y obra en consecuencia con lo que crees.