Mi problema, tu problema, su problema
Carlos Gregorio Hernández. 13 de noviembre. La Gran Vía se encuentra completamente abarrotada. La gente transita por las calles cargada de bolsas de las principales marcas comerciales como si la crisis nunca hubiera existido. De repente un grupo de negros avanza corriendo entre la multitud. Huyen de la policía con sus mantas al hombro. No peligra su presencia en España sino su sustento. En esas bolsas llevan cd’s musicales, películas aun en cartelera, bolsos, perfumes y todo aquello que sea susceptible de venderse en una zona tan bulliciosa como esta. Son ya parte del paisaje madrileño gracias al canon que por su delito nos imputa la SGAE con la connivencia necesaria del Estado.
La realidad dramática viene después, por la noche. A las diez se reúnen en la puerta de los supermercados del barrio algunas personas para cenar de los desperdicios. Dentro el empresario trata de mantener su negocio, que a duras penas subsiste gracias al fraude. En la entrada de un cajero automático del BBVA duermen dos inmigrantes. Al lado, tapado por cartones y con el único techo de una cornisa, está otro señor vestido con una chaqueta militar, abrazado a una manta y a un cartón de vino. No hay por qué ponerles a estas personas el rostro de un extranjero. El telediario cuenta que Nissan ha despedido a casi 2.000 empleados. Un muerto en una reyerta. La prensa publica este fin de semana que bajo las torres de Madrid, esos grandes edificios que tanto han alterado el paisaje de la ciudad, viven cotidianamente más de doscientas personas. Al amanecer se puede contemplar en la calle Modesto Lafuente una cola inmensa de gente que espera para poder comer quizás por única vez en todo el día. Luego, otra vez, el transitar apresurado de corbatas y abrigos. Todos reparan en la pobreza pero pocos se sienten afectados por ella. Es el paisaje de nuestras ciudades con el que nos hemos acostumbrado a convivir. Los culpables de esta situación tienen nombre, como los autores de la crisis económica. Algunos han tenido en sus manos que estos hechos, al menos a la escala que ahora podemos observar, no lleguen a producirse.
Nunca vi en el pueblo de donde procedo a alguien durmiendo en la calle salvo porque la borrachera de la noche le impidiera llegar a su casa. Y la pobreza, de buena fe que lo sé, existía. El arraigo, algo que se desprecia en el mundo contemporáneo, resplandece como un valor en un contexto como el actual. La familia, vivir de forma estable en un lugar y muchos otros elementos que concuerdan con estos, por muy nefastas que sean las políticas de los gobiernos de un país y las situaciones personales, nos permiten superar las dificultades con las que tropezamos en nuestras vidas. Los problemas de los otros se hacen así más próximos y se facilita la solidaridad y el apoyo mutuo. Sólo de esta manera los lazos sociales son duraderos y sólidos. Los que dependen del trabajo que se desempeña y del estatus son siempre pasajeros y menos firmes, aunque sin duda reporten muchas satisfacciones. Este es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo: vivimos, sí, pero solitariamente y no por ser especialmente egoístas, sino porque este es el modelo que han establecido para nuestras vidas en un mundo que cada vez resulta más pequeño.
Muchos siguen confiando en el Estado para liberarnos de una crisis que nos supera. No nos engañemos. Nuestros problemas son nuestros aunque hayan sido creados por otros y somos nosotros mismos quienes tenemos que resolverlos. Quizás la crisis nos permita vindicar nuevamente estas ideas que otros han despreciado como retrógradas y contribuya al renacer de una auténtica sociedad fundada en el hogar y en el sentido de pertenencia.