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Diario YA


 

En la muerte de Blas Piñar

Nadie le rindió

Francisco Torres García. Tengo un nudo en la garganta y los recuerdos de casi cuatro décadas pugnando por salir de la memoria con la misma presión con la que a veces, durante años, lejos ya de los tiempos de escuadras de camisas azules abriendo paso, tuvimos que estar a su lado para evitar, literalmente, que la gente, en su afán por saludarle, llegara a impedirle continuar.
No creo que hoy sea capaz, ni de lejos, de poder expresarme con soltura; ni de, con estas líneas, poder rendirle el homenaje que se merece. Pero sé que, al igual que tantas veces intervine con él en actos  públicos, en esta hora siempre difícil, siempre amarga, no pueden faltar mis palabras cuando él marcha para siempre a formar en esos luceros que a mí me gusta invocar, porque son los que, con su ejemplo, nos animan a continuar en el combate por España.
No me siento portavoz de nadie. Estas líneas no son más que la rememoración emocionada, con ojos vidriosos mientras escribo, de aquel muchacho que, como tantos otros, allá por el lejano 1978 pidió su alta en las filas de su Fuerza Nueva emborrachado de luceros y amor a España.
Soy de esas decenas de miles de jóvenes que en la Transición siguieron a un hombre que les prometió trabajar para hacer de esta “España sucia y triste una Patria libre y hermosa”. De los que aprendimos a su lado a amar a España como “unidad de destino, historia y convivencia”, con vocación de perfección; de los que, en tiempos aciagos, cuando el patriotismo se proscribía e incluso se perseguía, enarbolábamos esa bandera que un día debía de triunfar: “sólo sé que un día, solo o con los que me acompañen clavaremos las banderas jamás arriadas en lo alto”, nos decía en una reunión de su Fuerza Joven.
Soy de esos jóvenes que le admirábamos porque jamás traicionaba sus ideales, porque jamás cedía a la conveniencia, porque era el ejemplo vivo de la coherencia política cuando otros pensaban no en transformar la realidad -como él quería hacer pues siempre fue un auténtico revolucionario en la estela de José Antonio- sino en acomodarse al tiempo para seguir enfundados en la prebenda. Fue perseguido por el sistema, vilipendiado por el sistema, acusado por el sistema, pero sabía como nadie sobreponerse, merced al tesoro de la Fe y a su fe ciega en la Providencia, a los muchos momentos duros que tuvo que vivir. “Dios y yo somos mayoría absoluta”, nos dijo cuando fue elegido diputado y amenazó con tocar el silbato si reglamento en mano le impedían hablar. Era para nosotros un monumento a la lealtad, a sus juramentos y a la sangre derramada, que alzaba su voz ejemplar frente a los mismos que ayer medraron al amparo del franquismo, de la camisa azul, la guerrera blanca o las faldas del catolicismo político.
Soy de esos jóvenes que lloramos de rabia e impotencia cuando los miles de aplausos y abrazos, las ingentes masas de españoles que acudían a escucharle, eran incapaces de apoyarle en lo más sencillo, depositar el voto en la urna. Siempre les despreciaré porque fueron los causantes de la quiebra de una gran esperanza, pero en la culpa llevan la penitencia de haber contribuido a derribar el sueño de juventud al que como caducos conservadores renunciaron por las miserias de las lentejas.
Blas Piñar ha sido Blas Piñar hasta sus últimos momentos, hasta cuando hace unas semanas me escribía diciendo que “ya no tengo fuerzas”. Hace unos años, ya aquejado por la dolorosa enfermedad que le ha acompañado en el último tramo de su vida, en uno de sus últimos grandes actos nos dijo -escribo de memoria porque prefiero el recuerdo a la literalidad-: “no sé si éste será mi último discurso pero sí sé que mientras me queden fuerzas estaré defendiendo a Dios, a la Patria y a la Justicia”. No le importaron ni los consejos, ni las recomendaciones, ni los riesgos que asumió, ni el agotamiento personal que cada intervención pública le suponía, porque mientras pudo siguió acudiendo, siguió estando allí. Y cuando no pudo jamás faltaron sus palabras. Nunca se rindió y nunca pensó en su propia imagen para la posteridad: “si mi nombre puede servir para algo ahí estará, acompañándoos”. Pese a lo que algunos puedan pensar su afán de servicio le hizo ser tremendamente humilde: pasó del gran líder, del aclamado “caudillo Blas Piñar”, a ser militante de filas, pese a los puestos honorarios, y figurar en el último puesto en alguna candidatura. A él sólo le movía una inquebrantable Fe y un inmenso afán de servicio y como al Cid le pasó aquello de “qué buen vasallo si hubiera tenido buen señor”.
No pocos nos sentimos hoy un poco huérfanos pues éramos su otra familia, la de los camaradas. Él ya no está, pero no se ha ido: los hombres mueren pero su espíritu permanece. Blas Piñar sólo ha cambiado su puesto de servicio. Él no marcha al descanso eterno de la Gloria sino a la Guardia Eterna. Esa que solo dejará de formar el día en que torne la Primavera.  Los ángeles del Paraíso, aquellos que en la imagen joseantoniana formaban  vigilantes con espadas en las jambas de las puertas del Cielo, habrán rendido armas a su llegada; pero él, entre el descanso y la guardia, habrá escogido lo segundo para desde lo alto poder seguir combatiendo con nosotros. Yo, que he perdido a mi maestro en política, a mi Jefe Nacional, a quien ha debido ostentar en estos años los tres luceros de la Jefatura Nacional instituida por José Antonio, sólo puedo hoy rezar, depositar cinco rosas simbólicas y gritar al viento aquello de “¡Blas Piñar! Presente”, tras entonar el viejo himno de amor y la esperanza.
 

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