Max Silva Abbott. Para vastos sectores del pensamiento filosófico actual, el hombre es un ser exclusivamente cultural, en el sentido de que su ser se agota en lo que realiza. De esta manera, puesto que se considera como cultura todo lo que el hombre hace, seríamos sólo un producto más de este proceso, y además, en constante cambio.
Lo anterior implica que el ser humano poseería una plasticidad infinita, al ser todo modificable culturalmente; de ahí que la educación sea vista como la mayor herramienta de cambio cultural, porque de alguna manera, desde este enfoque, el hombre mismo sería quien determina su propia realidad, incluyéndose a él mismo.
Sin embargo, si sólo nos agotamos en el ámbito cultural, si sólo somos un producto, algo artificial, pareciera imposible poder englobarnos en la categoría de ‘hombres’: si todo es cultura, todo sería diferente, único, irrepetible, y a la postre, inclasificable.
En efecto, si no existiera una base, una estructura, o como la llamaban los clásicos, una naturaleza, sería imposible hablar de un género humano. Con todo, no hay que llegar tan lejos para darse cuenta de que en el hombre no todo puede reducirse a lo cultural, al producto de sus manos, porque por mucha diversidad que exista en este sentido, debe haber ‘alguien’ (no ‘algo’) de quien emanen y en quien se radiquen estos cambios: un sustrato previo al devenir cultural, que precisamente permita su propio desenvolvimiento. En caso contrario, ni siquiera la noción misma de ‘cultura’ sería identificable, porque cada una estaría, por así decirlo, flotando en el vacío, sin puntos de referencia ni una raigambre común.
De hecho, ya en su época Aristóteles pudo observar que pese a las llamativas diferencias que existen entre las diversas culturas (que pueden dar la impresión de estar ante una verdadera Torre de Babel), si se miraba con atención, ellas tenían, no obstante, un sustrato común. Con todo, no debe extrañarnos esta primera impresión, porque lo diferente, aquello que nos llama la atención –precisamente por ser distinto a lo nuestro–, es lo primero en lo que nos fijamos; y al contrario, aquello común, cotidiano –que hace tenerlo por descontado–, pasa inadvertido en un principio.
Por eso se dio cuenta de que había varias instituciones y formas de actuar comunes en toda época y lugar, lo que Tomás de Aquino llamaría posteriormente ‘inclinaciones naturales’, y en nuestros días, John Finnis denomina ‘valores humanos básicos’: conductas muy comunes, aunque evitables, que reportan un beneficio al género humano. Partiendo por el simple hecho de mantenerse vivos, la procreación humana, la necesidad de organizarse socialmente o de buscar el conocimiento, hasta la condena de la mentira, el robo o el homicidio, entre otras muchas.
Por tanto, o las coincidencias son inverosímiles, o sencillamente existe un sustrato o naturaleza común del cual surge la cultura. En realidad, esto último resulta evidente, porque en caso contrario, seríamos extraños unos de otros, incluso dentro de la misma cultura. O en otro orden de cosas, tampoco podríamos abogar por unos derechos humanos, ni sería posible criticar desde una cultura el proceder de otra, por ejemplo.
En consecuencia, esto significa que no todo en nosotros es cultura, y que debemos respetar nuestra propia naturaleza, aceptando también nuestros límites, para que la aventura humana sobre la Tierra pueda continuar.