Manuel Parra Celaya. No es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor; lo único es…que ocurrió antes. La frase no es de mi cosecha, sino de un amigo de mi quinta que pasaba por un momento reflexivo y filosófico, por razón de la edad. Pero, bien pensado, es verdad: al llegar a determinadas cotas de la vida, solemos embellecer el ayer, colorearlo con bellos tonos, olvidando los grises que han predominado o los francamente negros. Es el efecto confluyente de la lógica nostalgia de la juventud y del susto que nos provoca el avance inmisericorde de los años.
¿Se puede aplicar a la vida de las colectividades? Evidentemente, pero esta operación retorno sigue siendo un ejercicio inútil, y ello por tres motivos: el pasado no vuelve nunca; nosotros ya no somos los mismos, y, al recrearnos en lo anterior, dedicamos una serie de esfuerzos estériles que nos podrían ser eficaces para intervenir en el presente y mejorar el futuro.
Otra cosa es que hagamos tabula rasa de nuestras experiencias y recuerdos personales o renunciemos vergonzantemente a ellos; o que, en el ámbito colectivo, llevemos a cabo idéntica operación amnésica y limosnera. También, que olvidemos el adagio de que los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla. Ambas actitudes, tanto en el ámbito de lo personal como en el colectivo, pueden calificarse de absurdas, negativas y, sobre todo, inmorales.
La vida de los hombres y de los pueblos es un continuum, un proceso ininterrumpido de situaciones vitales, con sobresaltos de vez en cuando; éxitos, fracasos y errores. La primera tarea honorable es asumirlos en su totalidad, sin pretender borra -a golpe de memoria o de decreto- momentos determinados que no casan con las aspiraciones del presente. Tampoco vale falsificarlos, porque ello equivale a un autoengaño, aunque se pretenda engañar a los demás, y, con el tiempo, la verdad siempre resplandece.
Quienes falsifican su biografía o la de su colectividad histórica seguro que pretenden manipular el presente para poder determinar el mañana. Craso error: tarde o temprano, la realidad se impondrá sobre la ficción, y los efectos-rebote -en nuestro subconsciente o en el inconsciente colectivo de los pueblos- conseguirán que las cañas se vuelvan lanzas.
Si la primera tarea era asumir y reconocer lo que pasó –lo que implica un juicio maduro y, en lo posible, ecuánime- la segunda es sacar una enseñanza de ello, tomarlo como lección y como punto de partida (nunca como punto de llegada, que es el efecto de la nostalgia y de la tergiversación). Esta tarea segunda implica una grandeza de ánimo que, justo es reconocerlo, no está muy extendida. Al contrario, prevalecen las posturas miserables, interesadas y soberbias entre quienes creen que se puede reescribir, a gusto del consumidor, lo que ya quedó cerrado.
Y la tercera tarea, en consonancia con las anteriores, es poner todo el empeño en la emulación y la creación, pero no olvidando nunca la existencia de los clásicos, que, por tales, no pueden catalogarse de antiguos o de modernos, porque han pasado a ser permanentes, al igual que los valores que defendieron. En estos clásicos se encuentra la esencia de la verdadera tradición, que no es copia sino ejercicio de imaginación.
Uno, español del siglo XXI, que peina ya canas, con el legítimo orgullo de ambas cosas, aspira sencillamente a seguir llevando a cabo las tres tareas propuestas hasta que Dios se digne llamarlo desde los siglos a la eternidad. Y le pido que, aun desde ella, me permita seguir manteniendo intacta la memoria de mí mismo y de mi patria.