Obispo Álvarez de Castro, mártir de la Independencia
Ángel David Martín Rubio. 25 de marzo.
La diócesis de Coria-Cáceres está celebrando a lo largo del presente año una serie de actos conmemorativos del Segundo Centenario de la muerte del Obispo Don Juan Álvarez de Castro, prelado nacido en Mohedas de la Jara (Toledo) que hizo su entrada en la entonces llamada diócesis de Coria el 7 de julio de 1790 y que murió asesinado por las tropas francesas en la villa de Hoyos (Cáceres) el 29 de agosto de 1809 a los 85 años de edad. La época del Obispo Álvarez de Castro fue un período de profundos cambios en la que se inicia la persecución a que será sometida la Iglesia española por la ideología que habría de dominar el panorama de todo el siglo XIX y buena parte del XX: el liberalismo.
Sin negar que en el 2 de mayo y en la guerra a que da paso existiera una causa que pudiéramos llamar de independencia nacionalista (en el sentido de afirmación propia frente al dominio extranjero), la de 1808 no fue únicamente una guerra contra el francés sino que se trata de una guerra contra la etapa imperial o bonapartista de la Revolución Francesa, al igual que la de 1793-1795 lo había sido contra la etapa jacobina de dicha Revolución. El bonapartismo significa en la historia de cualquier proceso revolucionario la fase de institucionalización y las guerras napoleónicas no son una simple expansión nacionalista sino la difusión a escala europea de los principios jacobinos. Así se explica que, para la inmensa mayoría de los españoles, la Guerra de la Independencia fuera guerra de religión contra las ideas heterodoxas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas. De ahí también la actividad de la jerarquía eclesiástica y su participación activa en el alzamiento y guerra contra los franceses. En ese contexto se sitúa la actuación del Obispo de Coria para alentar y sostener el esfuerzo bélico protagonizado por sus diocesanos.
Cuando un Ejército francés, con el Mariscal Soult al frente, se apodera de Plasencia y prolongó sus descubiertas hasta el Puerto de Perales, se sabía lo mucho que el Obispo había contribuido al esfuerzo de guerra. A Hoyos, donde vivía retirado, se trasladó un escuadrón el 29 de agosto de 1809: sacaron de la cama al venerable prelado —que, además de su edad, se encontraba muy debilitado y en peligro de muerte— y caído en el suelo le dispararon dos tiros de fusil, no sin antes saquear la casa y causar la muerte a uno de los ancianos que se habían refugiado allí, resultando heridos uno de los familiares y otros cinco ancianos. El historiador Jiménez de Gregorio, que sigue las palabras pronunciadas por el diputado Larrazábal (21 de abril de 1814), nos describe el suceso: le arrebatan primero el pectoral que se pasa la soldadesca de a unos a otros haciendo escarnio de la insignia, le arrancan la ropa de cama que le cubría y arrojándolo al suelo desnudo, boca arriba, le disparan un primer balazo en los testículos y después otro en la boca. Fue enterrado sin solemnidad y con apresuramiento en la Parroquia de Hoyos y no conocemos el lugar en que fueron depositados sus restos.
En los años siguientes al asesinato del Obispo, la diócesis de Coria no es una excepción en las manifestaciones de la persecución a que las ideas revolucionarias y liberales someten a la Iglesia Católica, dándose circunstancias semejantes a las que hubo en las restantes circunscripciones eclesiásticas españolas, entre ellas las desamortizaciones, los intentos de intrusismo o los asesinatos y profanaciones (como los llevados a cabo por las tropas del Empecinado en Cáceres). Por otro lado, la aportación doctrinal de obispos como el propio Álvarez de Castro, Ramón Montero y Manuel Anselmo Nafría (en este caso antes de llegar a la sede Cauriense) puede considerarse de cierto relieve a la hora de configurar el pensamiento contrarrevolucionario español. De todos ellos se podría decir que pusieron por obra lo que años más tarde iba a reivindicar Vázquez de Mella:
«Cuando no se puede gobernar desde el Estado, con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho ¿Y cuando no se puede, porque el poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza de mantener el derecho y para imponerlo. ¿Y cuando no existe la fuerza? ¿Transigir y ceder? No, no, entonces se va a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas, porqué estén los ídolos en el capitolio».
Eso hizo el Obispo Álvarez de Castro: sellar con su sangre la fidelidad a su fe; y por eso, dos siglos después de su muerte le podemos seguir considerando un testigo para unos tiempos como los nuestros: STAT CRUX, DUM VOLVITUR ORBIS - El mundo no deja de girar pero la Cruz permanece.