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Diario YA


 

La inspiración ética no le viene a la persona, y los políticos son personas

Observando a Mitt Romney

Pedro Sáez Martínez de Ubago. Este fin de semana ha venido marcado por muy diferentes formas noticias electorales, sean los actos celebrados con vistas a las próximas elecciones autonómicas de Andalucía y Asturias, sea la anécdota, lacrimosa al margen, clara aunque controvertida victoria con más del 63% de los votos de Vladímir Putin, sea porque el ex gobernador de Massachusetts, Mitt Romney, ha ganado los caucus del estado de Washington, con lo que, antes de  que mañana voten diez estados para elegir el candidato republicano para las presidenciales del próximo 12 de noviembre en los EE UU.
Romney ya ha ganado en New Hampshire (39%), Florida (46%), Nevada (59%), Maine (39%), Michigan (41%) y ahora Washington (38%). Así parece que este político conservador de profundas convicciones religiosas, creyente de  la  Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en España conocida comúnmente como “mormones”, se va consolidando en una carrera en la que no partía como favorito.
¿Dónde puede estar la causa de esto? En principio vienen a la memoria dos posibles causas, la capacidad de gestión administrativa y económica, de este empresario, abogado y economista, como demostró en los juegos olímpicos de invierno de 2002 en Salt Lake City, cuyo comité organizador estaba asolado por los escándalos de corrupción y causando la consiguiente crisis financiera cuando en 1999 se nombró a Romney para que rescatara los juegos; y la coherencia de sus principios religiosos personales aplicados a la vida pública.
En sus tres años a cargo de la gestión de dichos juegos, Romney eliminó la corrupción que, cuando él se hizo cargo presentaba un déficit de 379 millones de dólares y, organizando un voluntariado ejemplar, hizo que estos juegos fueran considerados como los mejor organizados de la historia de los estados Unidos de Norteamérica.
Si su religiosidad le llevó a luchar contra la corrupción olímpica, como gobernador de Massachusetts, este padre de cinco hijos, aprobó una ley de becas para primar a los mejores estudiantes de secundaria en la matrícula y gastos de los estudios universitarios; ayudó económicamente a que todas las familias del estado, bien con subvenciones públicas, bien con ayuda de los empresarios tuvieran un seguro sanitario; y, por otro lado, se opuso abiertamente al matrimonio entre los homosexuales.
En el actual marco de España, asolada por una corrupción generalizada de políticos y sindicalistas que, incluso parece llegar a los aledaños de la Corona, y hundida en una crisis económica sin precedentes; donde el Partido Popular empieza a tener la brillante idea de becar a los estudiantes no tanto por baremos socioeconómicos cuanto en función de los resultados académicos; y donde de cuestiones éticas, familias de los más diversos géneros, divorcio, aborto, libertad de enseñanza, prefiero no hablar ahora, es posible y hasta sería recomendable que recapacitáramos sobre lo que una figura como Mitt Romney puede representar.
La inspiración ética no le viene a la persona, y los políticos son personas, desde fuera, sino que radica en una conciencia rectamente formada que, íntimamente obliga a la persona a ser coherente consigo misma en su proyección pública. De esta forma el político no concibe una barrera que le lleve al error de prejuzgar como políticamente incorrecto el que la conveniente distinción entre la Iglesia y el Estado deba implicar que el político ignore en el ejercicio de su cargo lo que confiesa creer en su intimidad.
Los últimos años de la historia de España permiten apreciar a quien quiera observarlos que, si hay que temer imposiciones legales por convicciones del gobernante, no es de la parte de aquéllos que tienen una conciencia religiosa, sino más bien de aquéllos que pretender erradicar ésta del ámbito público y reducirla al silencio y hasta perseguirla cuando no comparte sus planteamientos o sus meros intereses sociológicos.
A medio o largo plazo, la única solución posible podría radicar en una adecuada política educativa -y la enseñanza es hoy otro caballo de batalla en España- donde se conciencie de que el hecho de que quienes, en mayor o menor grado y al amparo de una Constitución que puede ser injusta, rechazan la inspiración religiosa de la actuación pública y hacen que el Estado proporcione una enseñanza laica ajena a la religión, imponiendo, en consecuencia, a los ciudadanos votantes una postura que no coincide con la suya. Es decir, que el Estado atente contra la libertad de un gran número de contribuyentes que tienen derecho a exigir un uso distinto de su dinero.
Lógicamente, no cabe más que reconocer la siguiente disyuntiva: o el Estado reconoce al contribuyente, generalmente los padres, la capacidad de ejercer esa libertad que dice postular para la intimidad de las conciencias o –y no caben términos medios- el Estado está ejerciendo hipócritamente la tiranía sobre las conciencias que se dice que se quiere evitar. Es como si quienes detentan, porque obrando así no es apropiado decir que ostentan, las magistraturas del Estado ignorasen que, como decía el científico y filósofo sueco Emanuel Swedenborg: “la conciencia es la presencia de Dios en el hombre”.