Miguel Rivilla San Martín. En el cristianismo hay eventos históricos que resultan enigmas para los que se acercan a ellos sin fe. Entre otros muchos, cito la resurrección de Jesús y la conversión de Pablo. Está muy claro que los apóstoles y discípulos del Nazareno, no creían en su divinidad, antes de su resurrección. Le abandonan, le niegan, se esconden, se les viene el mundo encima, al ver a su líder en poder de sus enemigos. Después, al verle, oírle, tocarle, comer con él, resucitado,-no era un fantasma ni una imaginación suya- cambió total y radicalmente su existencia terrena. Se vuelven sus testigos y dan su vida por él.
Otro tanto se puede decir del cambio operado en Saulo de Tarso (Paulo, Pablo) al encontrarse con Cristo, camino de Damasco. Saulo era judío, fariseo fanático, acérrimo perseguidor de los discípulos de Jesús Nazareno, blasfemo y lleno de odio a todo lo que fuera desviación de la Ley mosaica y tradiciones judías.
Algo sobrenatural tuvo que pasar en ambos casos, para que unos hombres den un viraje de 180º a sus vidas y se entreguen sin buscar dinero, honores, fama, gloria mundana- a ser testigos suyos por el mundo entero hasta morir por su causa.
Para una persona sin fe, es como darse contra un muro de piedra, buscar una explicación lógica, humana y convincente a estos acontecimientos. Solo desde el ámbito de la fe en Dios, cabe entender y admitir la intervención divina, que se adecua a la mente del creyente. Nada hay imposible para Dios. Lo que para los ateos es un enigma, para los creyentes, todo es una manifestación más del poder, amor y sabiduría del Creador.