Manuel Parra Celaya. “- Ya hablaré con mi abogado”.
Hace poco tiempo me fue dado oír este latiguillo por parte de una madre de un alumno de bachillerato a quien había llamado para comunicarle que su hijo había sido pillado in fraganti en un examen. Evidentemente, la frase está copiado de los telefilmes americanos, solo que, como allí son más ricos, suelen decir “con mis abogados”, en plural.
En cierto pueblo español, un hombre falleció recientemente por quedar atrapado en un contenedor de ropa usada de Cáritas; la respuesta del Ayuntamiento fue instantánea: suprimir todos los que había en la localidad.
Entro en la estación de Metro de Barcelona y por los altavoces retumba un mensaje claro: “Está terminantemente prohibido bajar a la zona de vías”. No me alarmo porque a mí no se me ocurriría iniciar una expedición por los subterráneos de mi ciudad, pero -pienso- otros deben tener esta afición como sucedáneo de la espeleología.
Los ejemplos anteriores, y mil más que podrían exponerse sacados de nuestra experiencia diaria, son un síntoma de lo que se ha venido en llamar cultura de la denuncia, que, procedente de allende los mares, está invadiendo nuestra sociedad. Los médicos son denunciados (o amenazados con ello) por los pacientes; los policías por los delincuentes; los padres por los hijos, y viceversa… No importa que la denuncia tenga o no fundamento ni base jurídica: se lanza y todo el mundo –instituciones públicas y privadas o particulares- se ve ante el juez esgrimiendo su posible defensa ante la acusación.
En la cabalgata de Reyes de otra localidad española un niño ha fallecido trágicamente al caer bajo las ruedas de la carroza al soltarse de la mano de sus padres en busca de caramelos. No quiero ni pensar que, como consecuencia y ante el temor de ser denunciados, la comisión de festejos o el alcalde decidan suprimir los caramelos o la cabalgata en sucesivas ocasiones; por supuesto, en este último caso, confío en que en dolor tremendo por la pérdida del niño no va a empujar a caer en tamaña ridiculez de poner una denuncia o enviar a sus abogados.
El aluvión de denuncias tiene bastante que ver con el colapso de los tribunales y también con esas tasas que han ocasionado el escándalo de la izquierda, que es, por cierto, la que parece que va en vanguardia en imitar la costumbre de las películas yanquis.
Alambiquemos un poco en el tema o, orsianamente, pasemos de la anécdota a la categoría: el origen de esta cultura puede rastrearse en la extendida mentalidad de la exigencia exhaustiva de derechos (sean de primera, segunda o tercera generación, como ahora se dice) y el silencio de las obligaciones. La igualdad ante la ley –conquista irrenunciable del primer liberalismo- ha degenerado en manipulación de esta misma ley para el logro de intereses particulares, sean o no legítimos; generalmente, estos intereses tienen naturaleza crematística.
La antigua nobleza tenía como lema el siguiente: “Puedo renunciar a mis derechos y privilegios pero nunca abdicaré de mis deberes”. Por eso precisamente era tal nobleza y ahí encontraba su razón de ser. La vulgaridad imperante (vamos a llamarla en
consciente arcaísmo, villanía) afirma todo lo contrario: no dejo pasar ningún presunto derecho pero hago consciente omisión de mis obligaciones.
¿Por qué no intentamos llevar a cabo en esta sociedad de la crisis una pedagogía de la nobleza, que ya nada tendrá que ver con el linaje o la sangre, sino con la actitud? Desde nuestros clásicos, sabemos que el honor y la fama son patrimonio del alma y el alma solo es de Dios. Cualquiera puede asimilar una actitud de nobleza y, por tanto, llegar a esta condición. No sería mala estrategia incluirla en esa Educación para la Ciudadanía, expurgada ya de sus contenidos ideológicos y sectarios en que se empezó en dotarla la nueva izquierda zapaterista.
El objetivo es tender a un nuevo modelo de ciudadano, ni mucho menos receptor pasivo y sumiso de cualquier tipo de arbitrariedad, pero sí consciente de su civismo, capaz de poner en el fiel de la balanza sus derechos y sus deberes y de arrinconar en el armario de las pesadillas la larga deformación demagógica a que ha sido sometido por parte de los políticos, también ellos, por cierto, más atentos a sus derechos que a sus obligaciones.