Manuel Bru. 9 de noviembre.
De la gratísima noticia sobre las famosas declaraciones de la Reina de España en defensa de la vida, del verdadero matrimonio, y de la libertad religiosa, y de su posterior polémica, quisiera yo hoy hablar de lo más importante de este asunto: la reivindicación de la Ley Natural: razón por la que medio país, progresistas y liberales incluidos, se han escandalizado, más allá de la pintoresca reacción del lobby gay, y su inmediata conformidad tras la nota de la Casa Real. El rasgado de vestiduras del nunca nuestro diario El Mundo sobre los “anacrónicos” fundamentos de las ideas de la Reina, o las declaraciones del vicesecretario de comunicación del Partido Popular “justificando” estos mismos fundamentos en la condición femenina y la edad de Su Majestad, constituyen dos hitos inauditos en el rechazo del pensamiento único a la ley natural. Estoy convencido de que si se hiciese un sondeo sobre la ley natural, la mayoría de los españoles respondería frunciendo el ceño por no atreverse a reconocer que no tienen ni idea de lo que es. Pero la mayoría de los líderes de opinión, incluso los más políticamente incorrectos, responderían con gesto repulsivo que la ley natural murió hace mucho tiempo, y con ella, su imagen de mujer con los ojos tapados.
Y es que, como muy bien explicaba hace unos días el nuncio de Su Santidad en España, se puede ir contra la esencia del derecho tanto al constituirlo -legislándolo-, como al interpretarlo -legitimándolo-, como al aplicarlo -ejecutándolo-, si no esta bien fundamentado, hasta el punto de conducirse, inevitablemente por ese camino, a su autodestrucción. Si no hay una ley natural como fundamento ontológico del derecho, sólo nos queda el derecho positivo como fundamento último de si mismo, y por tanto, necesariamente, arbitrario y acomodaticio. La venda sobre los ojos de la Ley no significa que la ley no vea la realidad, sino que juzga desde una concepción unívoca y permanente de su legitimación moral, y no según los intereses, las modas, o las conveniencias fútiles de sus escribanos. En el centenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos hay que recordar no hubo otro mérito que la conjunción entre el unánime exigencia de un mundo que salía del horror de una guerra mundial y la previa plasmación doctrinal de esos derechos en el Magisterio de la Iglesia, sobre todo en los radio-mensajes de Pío XII. Su hilo conductor, la primacía de la sagrada dignidad humana, es mucho más difícil de ser defendida desde nuestra debilidad cuando no se reconoce como otorgada y requerida por un Dios trascendente, es decir, por un “ser supremo” que no sea ni el nuevo presidente de EEUU, ni ningún líder de audiencias.