Por una España Católica
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea
El paisaje de la Francia prerrevolucionaria, antes de la sangrienta revolución de 1789 era católico, sobre los tejados de los pueblos destacaban los campanarios de sus iglesias y ermitas… Así escribe François Furet, uno de los grandes historiadores de la revolución y militante comunista, hasta que descubrió la gran mentira de esa ideología marxista, como cuenta en su libro "El pasado de una ilusión". Y prosigue con su prosa brillante: el tiempo también era católico y estaba marcado por el ritmo de las fiestas religiosas, y el trabajo, y la diversión y la familia… En conclusión, en Francia había una sociedad católica.
Y es cierto. Tiene razón Furet, porque es posible la existencia de una sociedad católica. Es más, lo lógico es que los católicos aspiremos a construir una sociedad católica. Lo que es imposible de todo punto es construir “la” sociedad católica que exija un único y determinado modelo político y cultural. Por eso ha existido una sociedad católica en la Francia de la Monarquía absoluta del siglo XVIII, en la Polonia comunista del siglo XX o, porqué no decirlo si es verdad y de justicia reconocerlo, durante el régimen de Franco, al que más le conviene la denominación catolicismo-nacional, que nacional-catolicismo, porque durante el régimen de Franco lo católico fue sustantivo y lo de nacional adjetivo, como bien ha escrito Luis Suárez.
Pero para desgracia nuestra de un tiempo a esta parte han ocupado la representación social de los católicos toda una serie de personajes que han impulsado el ideal de la aconfesionalidad. Y no deja de ser paradójico que hayan impuesto esta aconfesionalidad generalizada, utilizando al más viejo estilo las instituciones eclesiásticas y apoyándose en lo que se conoce como los movimientos y las nuevas realidades de la Iglesia. Y naturalmente han actuado desde estas plataformas, porque así se lo han permitido, si es que no les han impulsado a ello desde instancias clericales superiores. De manera que todos estos líderes y sus organizaciones son aconfesionales ciertamente porque se niegan a confesar su credo católico, pero a la vez son más clericales que el rezo del breviario.
Y precisamente son todos estos líderes sociales y políticos aconfesionales, los que a la vez no tiene ningún reparo en exhibirse no como católicos, que no queda aconfesional, pero sí como pertenecientes a tal o a cual movimiento o nueva realidad de la Iglesia, como si aquí estuviéramos en una peculiar competición entre ganaderías, para demostrar cuál de todas es la más brava. Autobombo que es recíproco por parte de las instituciones a las que pertenecen, ya que éstas exhiben a todos estos sujetos como trofeos, que los demás debemos imitar. Olvidándose de esta manera, no pocas veces, que los católicos a quien debemos imitar es a Jesucristo y que nuestro destino no es ni organizar “manifas”, ni conquistar la Moncloa, sino llegar al Cielo con la Misericordia de Dios y contrariando nuestra naturaleza caída, que tiende con más facilidad al pecado que a la virtud.
Y por esta intrincada estrategia, los líderes aconfesionales y sus mentores acaban negando para los católicos el más elemental derecho a la libertad política. Porque todos estos líderes y movimientos a los que me refiero, por la vía de los hechos, han establecido al PP como el partido único de los católicos, al que perdonan todas sus desviaciones anticristianas con la doctrina del mal menor. Y ¿Qué sucede cuando alguien, rechazando el clericalismo que ellos practican, levanta para un partido político o una asociación la bandera de la doctrina social de la Iglesia, porque prefiere manifestar su confesionalidad católica, frente a esa anodina e infecunda aconfesionalidad oficial y clerical? Pues sencillamente, al atrevido se le fulmina sin piedad y se le hace desaparecer de la vida social, no vaya a ser que su coherencia deje al descubierto las toneladas de hipocresía que se esconde tantas veces debajo de la aconfesionalidad de los líderes sociales y políticos en le España actual, empeñados en hacernos creer a los demás la gran mentira en la que ellos han instalado su chiringuito, para que no nos demos cuenta de que -con todos los defectos, falta de reconocimiento y carencia de medios- no hay proyecto más coherente e ilusionante que trabajar por una España católica.