Porcentajes y moralistas
Manuel Olmeda Carrasco. Se dice, con demasiado optimismo, que el hombre tiene recursos para establecer la selección de experiencias vitales. El objetivo es desterrar de sus recuerdos las que le son poco agradables, garantes de revivir tiempos infelices de ansiado destierro. Sin embargo, inmerso en el sempiterno infortunio del periodo escolar, recuerdo el pavor que nos afligía cada vez que el maestro, concienzudo y riguroso, proyectaba enseñarnos la regla de tres, junto a una de sus aplicaciones: los porcentajes. Al punto, una inquietud recorría los enjutos cuerpecillos de quienes tal empeño se consideraba el clímax del desprecio; algo repulsivo, una peripecia injusta e incomprensible para tan cortos años. Acontecía allá por los lejanos cincuenta, mediada su década. del pasado siglo.
Ahora, en los albores de un nuevo milenio y en individuos muy alejados de los temores infantes, encontramos sin esfuerzo a seres, vivos y humanos -sobre todo vivos-, con vehemente interés por los porcentajes, curioso ¿no? Supongo, suponemos muchos, no se verán afectados por ninguna frustración o trauma colegial, dado el enfermizo apego que muestran por este apartado de las matemáticas. Como digo, son adultos; generalmente políticos adscritos a cualquier partido, aunque los afamados, los que muestran un anhelo especial por manejar la materia, pertenecen al PSOE y CIU, ratificando el domicilio social en la autonomía catalana. Esta diabólica atracción debe ser alguna respuesta compensatoria, alguna terapia a la contra, para superar el trastorno algorítmico generado, al igual que a tantos coetáneos, en aquella tierna edad de interrogantes y angustias.
La polémica, y con ella el conflicto, la inició el presidente de la generalidad catalana, señor Maragall, cuando a propósito de un rifirrafe parlamentario respecto al hundimiento del Carmelo en Barcelona, dijo al presidente de Convergencia y Unión, señor Mas: “ustedes tienen un problema que se llama tres por ciento”. La frase, mezcla explosiva de sospecha y aseveración, resultó el pistoletazo de salida para que cada cual escrutara el rincón más recóndito de su mente. ¿Qué es eso del porcentaje? ¿Cuál es el modelo: un tres, un diez o un quince por ciento? ¿Cómo disimula mejor, la naturaleza del dígito? Estas lucubraciones cuantitativas, armonizadas -cuestión táctica- por otras de índole atributiva (sin perder nunca de vista la oportunidad crematística) llenaron, es una inferencia, horas y horas de sesudos asesores incluidos en la nómina de los estados mayores. Había que tratar con suma exquisitez a la gallina de los huevos de oro.
En las últimas fechas, el juez de todos los jueces ha desenmascarado una amplia trama de corrupción en Cataluña. Los implicados, partidarios acérrimos de los porcentajes, pertenecen a la médula política y cultural, acaparan y ensucian varias siglas, estamentos y negociados, porque -contra las tesis de la propaganda- nadie monopoliza el patrimonio de la honradez o la desvergüenza. El caso Pretoria es una prueba, un argumento inequívoco de cómo el hombre -el hombre público con preferencia- ambiciona lo ajeno, sobre todo cuando lo ajeno no es de alguien concreto. Para guardar las apariencias, el señor Montilla y el señor Mas, a cuyas representaciones pertenecen los “chorizos” más significados, concibieron un fugaz ademán de establecer comisiones parlamentarias, propiciar pautas encaminadas a la práctica ejemplarizante y a la toma de medidas que eviten parecidos casos en el futuro. Sus buenos propósitos pronto se vieron truncados; apareció en su lugar un pacto de silencio, de desidia y de pasotismo. En este momento el problema es común, los porcentajes se achantan pero se siguen repasando.
Ayer, a hora postrera, una noticia me dejó estupefacto. El muy honorable presidente -creo que las ostentaciones apriorísticas sobrepasan la democracia- y el jefe de la oposición mayoritaria, cotejaban consensuar el desarrollo de leyes que eviten la corrupción en la Comunidad, así como para cambiar la normativa electoral. ¿Es que no hay en España ya, leyes que arrinconen la putrefacción? ¿Acaso existe alguna norma que proporcione la capacidad de impedir algo al individuo? Las leyes sólo son herramientas para perseguir, juzgar y castigar. ¡Vaya par de moralistas! Ofrecen, pobres, pura moralina.