Provocación, reciprocidad y radicalismo islámico
Rafael López-Diéguez. Hace unos días un grupo de islamistas radicales intentó tomar por asalto la mezquita de Córdoba. Hecho que debe ponerse en relación con las declaraciones efectuadas, días antes, por el nuevo obispo de la diócesis, Monseñor Demetrio aclarando que en la actual Iglesia, antigua Mezquita, sólo es posible el culto católico. Era pues evidente la doble intención de este grupo de islamistas radicales, que actuaron perfectamente organizados y coordinados: de una parte dar respuesta con tintes de profanación y provocación, a las declaraciones del nuevo Obispo, de otra realizar una manifestación de fuerza y radicalidad.
Es fácil suponer lo que hubiera acontecido si estos hechos se hubieran producido a la inversa en un país musulmán. Imaginemos a un grupo de cristianos intentando entrar por la fuerza en una Mezquita que antes hubiera sido Iglesia. En la mayor parte de los mismos sus protagonistas hubieran sido condenados a muerte. Las diferencias de culturas son abismales, el respeto por la libertad y la práctica religiosa nos diferencia totalmente. Mientras en determinados países, como Irán y algunos del Golfo, es imposible abrir un templo católico, o en otros como en Nigeria, India, Afganistán o Paquistán, los cristianos son asesinados por mantener su confesión religiosa, nosotros, los cristianos Orientales y Occidentales, en base a los principios que inspiran nuestro Credo, les permitimos su práctica religiosa y rezamos tanto por los asesinos como por los martirizados.
Ahora bien, este principio de la libertad de culto no puede, ni debe, estar reñido con un control político y policial exhaustivo de lo que suponen estas prácticas; si las mismas son acordes con el orden legal o si por el contrario, como desafortunadamente ha ocurrido en muchas ocasiones, estas prácticas de la mano de un radicalismo islámico, que se expande bajo el paraguas de un movimiento migratorio incontrolado, con vocación de invasión (¡conquistemos el Alandalus!, se ha podido escuchar), buscan penetrar en nuestras estructuras sociales y en la medida de sus posibilidades minar los fundamentos cristianos de occidente para cumplir con el precepto de la yihad.
Un principio necesario del Derecho Internacional es el de la reciprocidad, de forma tal que si en un país determinado no existe un tratamiento de igual rango a nuestros nacionales que a los ciudadanos del referido país ese tratamiento no será de aplicación a ellos en España. En este sentido siempre he sostenido que una acción conjunta de todos los Estados exigiendo la reciprocidad sería una medida de presión muy efectiva sobre aquellos estados Islámicos que se negaran a permitir libremente la práctica religiosa de otras confesiones en sus territorios. Por ello, convendría preguntarse si es o no es legítimo que, en base a la aplicación del principio de reciprocidad, se subordinara la autorización de la apertura de mezquitas en nuestros países a la apertura de espacios públicos para el culto en los países islámicos. Sin obviar el necesario respeto que en esos países deben tener los cristianos, porque cómo denunciaba Monseñor Eterovic, en el Lineamenta del sínodo de los Obispos, en esos países “lamentablemente por la falta de la distinción entre religión y política, en la práctica los cristianos son considerados a menudo en una posición de no ciudadanía”. Es decir, no se les otorga la condición de ciudadanos, son la escoria, los desheredados.
Quienes promocionan el multiculturalismo deberían tomar nota de unos hechos que vienen a poner de manifiesto que la convivencia entre la cultura musulmana y la cristiana y occidental en España está amenazada, pero lo está por efecto de la expansión del radicalismo islámico. La proliferación de mezquitas, según alguna versión policial, constituye la mejor forma de difusión del radicalismo islámico y especialmente las controladas por los tabligh y los salafistas. En muchas ocasiones, como si fuéramos espectadores ajenos, hemos tenido noticia de cómo desde determinadas mezquitas se reclutaban adeptos que terminaban en los campos de entrenamiento de Yemen o Somalia, para después ser los artífices de los actos de terrorismo.
Tengo que recordar que muchos de estos radicales islámicos han obtenido la residencia española, cuando no la nacionalidad, gracias a la aplicación, en materia de inmigración, de unas normas demagógicas, generadoras de formas de neoesclavitud, que no buscan el bien común ni de los inmigrantes, ni de los españoles, y por ende de su cultura y raíces cristianas, sino el interés político temporal, sujeto a los tiempos e intereses electorales. Esta residencia o nacionalidad les permitirá presentarse y votar en las elecciones municipales; para ello han creado un partido islámico cuyo objetivo es someter el régimen político al Islam. Nada más contrario a nuestras costumbres y ajeno a nuestras raíces.
En todos los países, y más en los islámicos, al inmigrante que viene de una cultura distinta a la del país se le exige, se le obliga, ya sea por la vía de la ley o de los hechos, a que se mimetice con la cultura y las costumbres nacionales, para que en la medida que no afecten a su dignidad, las asuma para que no sea un factor de distorsión de la convivencia. La gran pregunta es: ¿Por qué aquí no?
Si de verdad se desea, si se quiere mantener un clima de convivencia es necesaria una reacción inmediata del Estado para poner freno a estos estallidos de violencia integrista de los musulmanes, para evitar la expansión del islamismo radical, consiguiendo así que no germinen movimientos racistas y xenófobos que son contrarios a la doctrina y el Magisterio de la Iglesia Católica, pues si no se pone fin al radicalismo islámico en España el problema terminará siendo muy grave y probablemente incontrolable como ha sucedido recientemente en Alemania o en Francia.
Rafael López-Diéguez
Secretario General de AES.