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Diario YA


 

ETA ha irrumpido en el ecuador de la campaña electoral con una declaración en forma de entrevista

Reflexiones ante la contumancia de ETA

Pedro Sáez Martínez de Ubago. ETA ha irrumpido en el ecuador de la campaña electoral con una declaración en forma de entrevista en la que los terroristas, partiendo de que Final del formulario la decisión de dejar la lucha armada «no era sencilla» dicen que la organización se muestra dispuesta a adoptar compromisos para la entrega de armas, añadiendo que en la agenda de la negociación entre ETA y el Estado, el final de la confrontación armada no podría entenderse si Euskal Herria permanece llena de fuerzas armadas.

Además, la banda terrorista designa como su representante o portavoz a la izquierda abertzale; y, desde el desprecio a sus víctimas, afirma que no puede “estar de acuerdo con ese propósito de condenar la lucha por la libertad. Sabemos lo que es perder compañeros de lucha, qué es el dolor, qué supone no tener al lado a los seres queridos"; persiste en incluir a Navarra en la entelequia llamada Euskal Herría; y llega a afirmar que “Las páginas más oscuras de ese relato que hemos mencionado las ha escrito la Guardia Civil", en lo que no es de pensar sea una alusión al atentado contra la casa cuartel de Zaragoza del 11 de diciembre de 1987; para acabar sumando a lo anterior la velada amenaza de que “el proceso se puede alargar en el tiempo, en función del comportamiento de los estados y de la madurez de las fuerzas políticas”.
Tal actitud de los terroristas, después de medio siglo de crímenes, hace pensar en la doctrina contenida en los artículos 2265 y 2267 de Catecismo de la Iglesia Católica, donde leemos: “La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.” y “La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas”.
Tal empecinamiento de ETA en no dar su brazo a torcer y seguir amenazando, lleva a considerar, desde la perspectiva de hoy, que el supuesto espíritu conciliador de los constituyentes de 1978, cometió la imprudencia de llevar a nuestra Constitución una tesis abolicionista que deja inermes a los gobiernos de la nación para combatir seriamente a un terrorismo que nos lleva la ventaja de ejecutar sus propias sentencias de muerte y goza del privilegio de no ser condenado a ella. Quizá, ahora, ante las cercanas elecciones, los españoles y los partidos no deban limitarse a especular sobre la posibilidad de una mayoría absoluta, sino atreverse a buscar la forma de alcanzar la mayoría cualificada establecida en el artículo 167 de dicha Constitución, a fin de enmendar la mencionada imprudencia.
No nos escandalicemos ante esta perspectiva, ni ignoremos que San Francisco de Sales, en la “Introducción a la vida devota” habla de las diversas formas en que debe ejercerse la devoción según los estados de las personas. Y esta enseñanza del santo obispo y doctor de la Iglesia, cabe aplicarla a los derechos y deberes que incumben al cristiano según el lugar que ocupe en la comunidad política.
Es decir, mientras el cristiano súbdito tiene el deber de perdonar y amar al asesino, el cristiano gobernante tiene el deber, velando por el bien común, de castigarle y aplicarle en su caso la pena necesaria. Porque el perdón o el poner la otra mejilla, que en el cristiano súbdito es virtud, en el cristiano gobernante puede constituir una inhibición que atente contra la virtud cardinal de la justicia y, cuando se abofetea el bien común de la sociedad con graves delitos, puede constituir, igualmente, una violación de sus deberes, no sólo para con la sociedad, sino también para con Dios, quien le ha concedido la autoridad (Jn, XIX, 11) y le ha hecho su ministro para que asuma no la ascética de la mejilla, sino la ascética de la espada, como expresa San Pablo en su carta a los Romanos (XIII, 3 – 5): “Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra mal. Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia”.
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO