Reflexiones en la fiesta de la Asunción de la Virgen
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO Celebramos la popularmente llamada “Virgen de Agosto” y venerada en muchos de nuestros pueblos como patrona bajo las más diversas advocaciones. Sin embargo, para la Iglesia Universal, la fiesta de este día mucho más que un puente o un simple sinónimo de fiesta, pues en España siempre habrá un lugar cercano a donde estemos que celebre a su patrona, con diferentes maneras de manifestar nuestra alegría por el hecho de que la Virgen, concebida sin pecado y madre de Jesucristo, quien es ascendida al cielo tras terminar su tiempo en la Tierra.
La Asunción implica una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos. La importancia de esta solemnidad radica en vínculo que enlaza la Resurrección de Cristo y la nuestra. María, ser humano como nosotros, se halla en cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, no es sino una anticipación de nuestra propia resurrección. Desde el punto de vista teológico: el Dogma de la Asunción establece que la Madre de Dios, luego de su vida terrena fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Con estas palabras fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus: "Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo". Podemos definir “dogma” como verdad de Fe, revelada por Dios (en la Sagrada Escritura o contenida en la Tradición), y que, además, es propuesta por la Iglesia como realmente revelada por Dios.
En este caso se dice que el Papa habla "ex-cathedra", es decir, que habla y determina algo en virtud de la autoridad suprema que tiene como Vicario de Cristo y Cabeza Visible de la Iglesia, Maestro Supremo de la Fe, con intención de proponer un asunto como creencia obligatoria de los fieles Católicos. Desde el punto de vista histórico y literario, no conocemos nada cierto en relación con la fecha de la muerte o dormición de la Virgen, que tomamos de la Tradición Apostólica. La creencia se funda en el documento apócrifo De Obitu S. Dominae, que podría datarse entre los siglos IV y V; igualmente lo encontramos en el anónimo De Transitu Virginis o en una carta atribuida a San Dionisio el Aeropagita. Si consultamos a los genuinos escritores de Oriente, el hecho lo mencionan San Andrés de Creta, San Juan Damasceno, San Modesto de Jerusalén y otros.
En Occidente, San Gregorio de Tours es el primero que lo menciona.(P. G., I, 96) formulando así la tradición de la Iglesia de Jerusalén: “San Juvenal, Obispo de Jerusalén, en el Concilio de Calcedonia (451), hace saber al Emperador Marciano y a Pulqueria, quienes desean poseer el cuerpo de la Madre de Dios, que María murió en presencia de todos los Apóstoles, pero que su tumba, cuando fue abierta, a pedido de Santo Tomás, fue hallada vacía; de esa forma los apóstoles concluyeron que el cuerpo fue llevado al cielo”.
Los últimos años de María sobre la tierra, de modo similar a la vida de San José, no son conocidos ni están documentados. La Revelación y la Tradición nos dan indicios inciertos. Su existencia transcurrió callada y laboriosa, como la fuente escondida que da aroma a las flores y frescura a los frutos. Hortus conclusus, fons signatus, dice la Liturgia con palabras de la Sagrada Escritura: [huerto cerrado, fuente sellada]. Y es que, igual que desde el “fiat” hasta el Calvario, la figura de María, pasa casi inadvertida, aunque siempre la veamos primero cuidando a su Hijo, de cuya enseñanza nos dicen los evangelios que guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón; y después, desde la Cruz o Pentecostés, velando por la Iglesia en sus comienzos.
Sabemos que vivió junto a San Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales; y que éste residió habitualmente en Jerusalén, al lado de San Pedro. Cuando el viaje de San Pablo, en vísperas del Concilio de Jerusalén, hacia el año 50 (Act. 15, 1-34), el Discípulo amado figura entre las columnas de la Iglesia (Gal. 2, 9); y, si María estaba aún a su lado, debería rondar los 70 años, como afirman algunas tradiciones: la edad en que la Sagrada Escritura cifra la madurez de la vida humana (Sal. 89, 10). Sin embargo el sitio de María estaba en el Cielo, donde su Hijo la esperaba. Y así, un día que -aunque lo conmemoremos y celebremos hoy- permanece desconocido para nosotros, Jesús se la llevó consigo a la gloria celestial. Cuando María estaba a punto de abandonar este mundo, todos los Apóstoles, con la salvedad de nuestro patrón Santiago, que había sufrido martirio, y Tomás, que se hallaba predicando por el sur de Asia India, acudieron a Jerusalén para acompañarla en sus últimos momentos; y una tarde cerraron sus ojos y depositaron su cuerpo en un sepulcro.
A los pocos días, cuando Tomás, llegado con retraso, insistió en ver el cuerpo de la Virgen, encontraron la tumba vacía, mientras se escuchaban cantos celestiales. Al margen de la historicidad contenidos en esta piadosa tradición, lo que es absolutamente cierto es que la Virgen María, por un privilegio especial de Dios Omnipotente, no experimentó la corrupción: su cuerpo, glorificado por la Santísima Trinidad, fue unido al alma, y María fue asunta al cielo, donde reina viva y gloriosa, junto a Jesús, para glorificar a Dios e interceder por nosotros. ¿Si la muerte es consecuencia del pecado, cómo podría morir Quien fue concebida inmaculada? Por eso, más que de la muerte, como nosotros la entendemos, de la Virgen, cabe hablar de su Tránsito al Cielo o Dormición. En Así, afirmar que el amor a Dios sea la causa del fallecimiento o desfallecimiento de María no es una metáfora, sino una enseñanza arraigada en testimonios de los Santos Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular. De modo análogo a como se habla poéticamente de morir, desfallecer o languidecer de amor humano, el Amor Divino, implica un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza no es capaz de sobrellevar; un anonadamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son suspendidos.
Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es que Dios quiere estar solo en un alma: “Amarás a Dios sobre todas las cosas” o “Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que a Mí, no es digno de Mí”, nos dan una idea del perfecto amor que el Creador nos requiere. Jacques Bénigne Bossuet (162 -1704) Obispo de Meaux, en su Sermón Segundo sobre la Asunción de María, enseña: “Digo, pues, que el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque, de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo.
No lo ve sino por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable […] los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado con un anhelo mortal […]
Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla.
Así, no fue otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”. Bien podría concluirse afirmando que María acabó su vida con muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y contemplación intensísima de las cosas celestiales. Y en esta idea ahondaba Juan Pablo II, en una catequesis de 1999: "Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo", de acuerdo con San Francisco de Sales, quien habla de una muerte "en el Amor, a causa del Amor y por Amor (Tratado del Amor de Dios, Lib. 7, 12-14) Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebirse como una dormición".