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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

un viejo libro de Gustave Flaubert

Regenerar la sociedad... y al ciudadano

Manuel Parra Celaya. Desempolvo de mi aún desordenada biblioteca un viejo libro de Gustave Flaubert porque su título me parece de rigurosa actualidad: Diccionario de los lugares comunes, que el autor de Madame Bovary nunca llegó a terminar. Su intención era reflejar los tópicos o clisés que una  sociedad decimonónica, supuestamente instruida, introducía en sus conversaciones. De la malicia de Flaubert puede ser significativo el posible subtítulo que llevaría su obra: Encyclopédie de la bêtisse humaine.
 Desconozco si la idea ha sido recogida por algún escritor de nuestros días, pero estoy seguro que obtendría un gran éxito de ventas, pues, como en el siglo XIX -los seres humanos hemos cambiado, en realidad, muy poco-, las grandes verdades devienen en poco tiempo en lugares comunes; basta que se le ocurra a alguien una idea feliz para que esta sea repetida machaconamente por doquier.
 Algo por el estilo ha ocurrido con la palabra regeneración, que, arrebatada de su sentido prístino que le atribuyeron Giner de los Ríos, Picavea, Costa o Ganivet, se propone como meta de todos quienes advierten que algo huele a podrido en Dinamarca (con perdón de los daneses) y se aprestan a denunciarlo y -en mucha menos cantidad- a proponer las vías regenerativas. Normalmente, para hacer más común el tópico, se le agrega la coletilla de democrática, y, así, desde todos los espacios del espectro político, se urge a esta necesidad.
 Y estoy de acuerdo, en verdad. Nuestra bienintencionada democracia nació con un terrible defecto: ser de naturaleza exclusivamente formal y escasamente de contenido, por lo que ha degenerado en partidocracia o en simple demagogia. Ello explica que, en nombre de la supuesta democracia, se haya conseguido el efecto morboso (Ortega dixit) de igualar a la baja, de cercenar casi todo lo que de excelencia podía despuntar y de dar entrada a la vulgarización más aberrante. Como vengo repitiendo en varios artículos, la situación de nuestro sistema de Enseñanza es buena prueba de todo ello, signo de alarma de cara a un futuro marcado por lo que hoy se está gestando en las aulas.
 Cuando se habla de corrupción -otro ejemplo claro- en entrevistas televisivas callejeras, es curioso constatar como los viandantes sorprendidos por el locutor manifiestan su horror y rechazo (así como un escepticismo, rayano en el cinismo, de soluciones) por la corrupción de los políticos, pero ni uno solo se refiere al hecho de que este fenómeno (llamémoslo así) no es más que la punta del iceberg de la corrupción que se ha enseñoreado de gran parte de la sociedad, desde el falso mendigo, émulo del ciego del Lazarillo, hasta, efectivamente el concejal o el preboste autonómico o nacional, pero pasando, también, por el defraudador del Fisco o del seguro privado y, en general, del que hace mangas y capirotes de cualquier norma de conducta moral en el plano privado o en el social, que -me apresuro a añadir- suelen ser inseparables.
 Como alguien vino a decir hace muchos años, los españoles critican la corrupción, no por el horror al delito, motivado por profundas convicciones morales, sino por la envidia (otro defecto nacional) de los beneficios que ha obtenido el corrupto. Si, además, lo pasamos a un campo político, se añade el aspaviento si el delito ha sido cometido por los de enfrente y la atenuación o el silencio si ha tenido como protagonistas a los propios. Los nacionalistas irredentos (vulgo, separatistas) son maestros en esta técnica.
 Por ello, opino humildemente que, junto a la necesaria regeneración en lo político es preciso acometer una regeneración social y humana en profundidad. En nombre de una moral ciudadana y nacional, pero que, como todo, se fundamenta en una moral de signo religioso. Y acabo de mencionar la bicha: estoy convencido de que, al despojar al españolito de cualquier escrúpulo religioso en nombre del relativismo laicista, también se le ha despojado de cualquier escrúpulo moral que le susurre, en el fondo de la conciencia, que, independientemente de los aspectos cuantitativos, tan corrupto es el político al que se le sorprende en un pufo como el conciudadano que nos hace objeto, con sonrisa que invita a la complicidad, de la última trampa que le ha salido bien, sea como empresario, como trabajador o como contribuyente.