Reinaré en España: la beatificación del padre Hoyos
Ángel David Martín Rubio. Hablando de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús dijo el papa Pío XI que es «la suma de toda religión y con ella la norma de vida más perfecta, la que mejor conduce a las almas a conocer íntimamente [a Cristo] e impulsa los corazones a amarle más vehementemente y a imitarle con más exactitud» (Miserentissimus Redemptor). Por eso, aunque puede decirse que el mismo Jesucristo ha esperado muchos siglos para reclamar este honor y amor debidos a su caridad sin límites, al fin, la devoción a su Sagrado Corazón como símbolo de su amor misericordioso, ha triunfado en la Iglesia.
En los siete primeros siglos apenas se encuentran alusiones directas al Corazón de Jesús, si bien su amor y las realidades en él significadas eran reconocidos y adorados por todos. Hacia el siglo XIII, San Buenaventura y algunas almas santas empiezan a dar culto al Sagrado Corazón. Algo más tarde el propio Jesús toma la iniciativa apareciéndose a Santa Margarita María de Alacoque, religiosa visitandina francesa, y confirmando mediante revelaciones y promesas el culto a su Corazón.
Ya en nuestra tierra, muchas fueron las apariciones, visiones y confidencias de Cristo al padre jesuita Bernardo Hoyos en la iglesia del Colegio de la Compañía de Jesús en Valladolid, hoy Santuario Nacional de la Gran Promesa. El 14 de mayo de 1733, fiesta de la Ascensión, escribe el padre Hoyos: «Dióseme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí solo, sino que, por mí, las gustasen otros... Y pidiendo (yo) esta fiesta en especial para España, en que ni aun memoria hay de ella, me dijo Jesús: Reinaré en España, y con más veneración que en otras partes».
Después de celebrar él mismo la primera fiesta en honor del Sagrado Corazón, comenzó a difundir la imagen, algunas preces, la comunión de los primeros viernes y, en junio de 1735, tuvo lugar la primera novena y fiesta pública en la capilla contigua al actual santuario. Buena prueba de la eficacia del apostolado de estos años es la rapidez con que el culto al Sagrado Corazón se difundió por todas partes por obra del mismo Bernardo Hoyos y de otros jesuitas como los padres Cardaveraz, Loyola y Calatayud.
Superadas numerosas dificultades, de nuevo se intensificó este culto a comienzos del siglo XX. Frente al laicismo sectario de entonces, surgió la costumbre de hacer pública profesión de esta devoción con placas visibles en la puerta del hogar, las procesiones y actos masivos, las colgaduras con la imagen y los famosos Detentes. Una modalidad nueva, en forma de entronización, aparece entre nosotros en los años difíciles de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Su apóstol, peruano de sangre española, el padre Mateo Crawley SSCC, encontró las mejores disposiciones y auxiliares para su grandioso designio. Parece increíble la tarea desarrollada y los frutos conseguidos en aquellos años hasta culminar en el acto de 1919 en el Cerro de los Ángeles.
En dicho lugar, centro geográfico de la Península Ibérica, junto a un Monasterio de Madres Carmelitas que había de ser lámpara permanente de oración por España, se elevó un monumento al Sagrado Corazón cargado de simbolismo, ante el cual el rey Alfonso XIII realizaba la consagración de nuestra Patria el 30 de mayo de 1919. Aquel acto solemne en el que participaron los reyes, el gobierno entero, las jerarquías de la Iglesia y una inmensa multitud era la culminación de un secular deseo de los católicos de que España fuese toda de Jesucristo y para siempre y, de hecho, siguieron una multitud de consagraciones de familias, pueblos y ciudades ante estatuas del Corazón de Jesús erigidas en colinas, torres y pedestales.
En los años siguientes se elevaron numerosos monumentos por toda la geografía española. Desde capitales hasta pueblos pequeños, fueron muchos los lugares que coronaron sus perfiles con la imagen evocadora del Corazón de Cristo asociada ya de manera indeleble a tantos lugares. En relación con uno de esos monumentos, inaugurado junto al Santuario de Nuestra Señora de la Montaña de Cáceres el 14 de noviembre de 1926, escribía el entonces Obispo de Coria D. Pedro Segura Sáez:
«La bendición del Sacratísimo Corazón de Jesús ha descendido sobre las Autoridades que le han levantado un trono en su Diputación, en sus Ayuntamientos, en sus Juzgados, en sus escuelas, en sus Asilos, en sus Oficinas; y esa bendición ha ido derramando prudencia en las determinaciones, acatamiento a las divinas leyes, firmeza para seguir indeclinablemente los caminos de la justicia, caridad para con el desvalido, concordia para el bien común, abnegación hasta el sacrificio por el bienestar de los gobernados.
La bendición de Jesucristo ha descendido sobre los hogares cristianos que se le han consagrado; y ha ido derramando fidelidad en los esposos, amor en los padres, cariño en los hijos, docilidad y sumisión en los criados, resignación en las penas, esfuerzo en los abatimientos, paz en los corazones.
La bendición de Jesucristo ha descendido copiosa sobre las almas que con férvido entusiasmo le han escogido y le han aclamado por su Rey; y ha ido derramando inocencia en los niños, pureza en los jóvenes, consuelo en los que sufren, odio al pecado, ansias de vida eterna, torrentes de gracia, lluvia de virtudes».
De esta manera se recordaba una vez más que la devoción al Corazón de Jesús no es simplemente una más entre otras, sino un sistema acabadísimo de vida espiritual cuya base es la consagración verdadera; una consagración que no se reduce al simple recitado de una fórmula sino que es la entera donación que demanda Jesucristo de sus más fieles amigos. Según las expresiones de Santa Margarita, San Claudio de la Colombière o del padre Hoyos, la consagración puede reducirse a un pacto: «Yo cuidaré de ti y de tus cosas -dice Jesús al alma consagrada- cuida tú de Mí y de las mías».
Y esto no sólo tiene aplicación a los individuos sino también a las comunidades. «Yo por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos sean consagrados en la verdad» dice Jesús la noche de la Última Cena. Cristo se consagra a sí mismo y esta consagración tiene efecto sobre los suyos, sobre aquellos que aceptan su persona y su doctrina. Algo semejante ocurre cuando alguien constituido en autoridad se consagra con los suyos y si, por ejemplo, el Papa León XIII consagraba el mundo al Sagrado Corazón, su intención era que con él, todos se consagraran y al mismo tiempo su acto era una invitación y un estímulo a que cada uno renovase esa consagración radical que es el Bautismo. Así también cuando el rey Alfonso XIII consagró la nación española al corazón de Jesucristo, cumplió con el deber de un cristiano que aceptaba públicamente el amor que Dios le ofrecía, que respondía generosamente a él y que, al mismo tiempo se sentía unido a millones de españoles que expresaban su misma respuesta al amor de Dios manifestado en el corazón de Cristo con la esperanza de que todos siguiesen la verdad del Evangelio y de la fe cristiana.
Pensando en la beatificación del padre Hoyos que está prevista para el próximo 18 de abril en Valladolid, hoy nos toca a nosotros, en circunstancias bien distintas, cuando ya no se hace testimonio de pública adhesión a Cristo y la apostasía comienza a filtrarse de forma cada vez menos sutil entre nosotros, renovar aquella consagración porque, movidos por la gracia de Dios y por el recuerdo de lo que otros hicieran un día, los católicos de España entera proclaman en su plegaria: ¡Venga a nosotros tu reino! Y lo hacen fiados en la promesa que resonara un día en un humilde claustro de Castilla: Reinaré en España y con más veneración que en otras partes.