Pedro Martínez Sáez de Ubago. El ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, ha anunciado este martes que el Gobierno trabaja en una Ley para agilizar la apertura de pequeños establecimientos comerciales a través de la supresión de la licencia de apertura y obra, así como en una línea ICO para este sector. Asimismo, ha anunciado que el Gobierno quiere impulsar la unidad de mercado, para que cualquier producto se pueda comercializar del mismo modo en toda España.
Sin embargo, desde que se divulgara la obra de Marx, parece algo universalmente admitido que la industria, como las otras formas de riqueza, se va concentrando gradualmente en un número de manos cada vez menor. Y esta idea podría deducirse del contexto de la actual crisis económica, donde la política gubernamental está casi forzando las fusiones bancarias, mientras que son cientos la pequeñas empresas que se ven abocadas a cerrar y miles los autónomos que pasan de cotizar a la seguridad social a, en el mejor de los casos, engrosar las clases pasivas si llegan a percibir algún subsidio de desempleo.
Podría, por consiguiente, creerse que la actual coyuntura económica viene a dar la razón al mencionado teórico del socialismo, aunque no falten, afortunadamente, y en ellas conviene centrar la atención, otras reacciones del mercado que vienen a desmentir, cuando menos, parte de la argumentación del prolífico autor de “El capital” (1867) y coautor del “Manifiesto del Partido Comunista” (1848) que en 1841 se doctoró con la tesis “Diferencias entre la filosofía natural de Demócrito y la filosofía natural de Epicuro”.
Si en el mundo occidental, sea en América, sea en nuestra vieja Europa, es evidente la preponderancia que adquieren en nuestra vida cotidiana, en parte por las imposiciones de una vida moderna en que ambos cónyuges trabajan y la compra diaria resulta más incómoda que llenar semanalmente nuestros congeladores de cosas crudas o precocinadas, los hipermercados, grandes superficies y similares fijan precios, a veces a costa de asumir pérdidas calculadas, o jornadas laborales, contra los que muy poco pueden hacer, en teoría, los pequeños negocios familiares.
Así, pasear por las calles de nuestras ciudades y ver que los locales donde nuestros padres se encargaban los trajes o nuestras abuelas compraban la levadura de aquellos bizcochos se traspasan o han sido ocupados por alguna franquicia internacional, es un espectáculo que, por cotidiano que resulte, no nos termina por dejar indiferentes.
Con todo y pese a las apariencias, me resisto a entonar aún el réquiem por un pequeño comercio que considero muy distante de su fin. Si la gran superficie dispensa los artículos corrientes, no puede adaptarse al ritmo que podemos marcar los consumidores sencillos, mantener sin doblegarnos a las modas nuestros gustos personales o requerir objetos peculiares cuya dispensa puede permitirse ignorar el mayorista, pero cuya satisfacción puede suponer la supervivencia o el éxito incluso del comercio detallista.
Los empleados de los grandes centros, que son cambiados con regularidad por éstos a fin de que no adquieran derechos laborales, nunca llegarán a aprender cómo nos gusta que nos limpien la pescadilla, si el plátano lo preferimos verde o maduro, si preferimos la carrillera a la babilla para los guisos o por qué, cambiando el grosor del tejido o la suela con las estaciones, no cambiamos el color, ni el modelo de la camisa o los zapatos según los dictados de Cibeles.
Ahí, en la satisfacción de nuestras pequeñas premuras, de nuestros atavismos o de nuestros arraigados caprichitos, es en donde el detallista, el humilde tendero de la esquina, el veterano que sabe qué compraría nuestra madre o mujer que accidentalmente nos manda de improvisado recadero, puede satisfacer una demanda que no decrece y que le dará un goteo de trabajo e ingresos, porque implica un trato personal y una proximidad que nunca se satisfarán desde los sillones de administración de las grandes sociedades, más afanadas en imponernos tendencias y crearnos necesidades que en el servicio que implica atendernos realmente.
Daniel Defoe escribió que “Un comerciante honrado es el mejor caballero de la nación”. Quizá, en los actuales momentos de crisis que tanto daño están haciendo a estos pequeños caballeros, debamos dedicar un poco de nuestro tiempo a servirles de escuderos, visitando un poco más sus establecimientos y algo menos nuestros congeladores. Quizá también nosotros nos enriquezcamos conociendo más al vecindario y tengamos ocasión de observar que las conversaciones de las colas del ultramarinos pueden ser más enjundiosas que los insustanciales partes meteorológicos de ascensor.
PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO