Pedro Sáez Martínez de Ubago. “La mentira consiste –dice San Agustín- en decir falsedad con intención de engañar”. Asumida esta intención por parte de quien es sujeto de ella, bien podría decirse que la mentira es, en sí misma, la ofensa más directa contra la verdad, dado que mentir no es otra cosa que hablar u obrar contra la verdad para inducir a error.
Terminando el mes de agosto, vemos que los políticos -de quienes, entre el paro y la crisis, Gibraltar, el caso Bárcenas y la cestrucción de discos duros, los EREs fraudulentos y otras variopintas corruptelas, las insidias y amenazas de unos nacionalismos que no descansan, o las amenazas y crisis exteriores, no hemos conseguido librarnos y han seguido acaparando los medios de comunicación- ya vuelven a ocupar sus despachos, escaños.
En efecto, salvo alguna sorpresa como la vocación docente de Carmen Chacón, ya tenemos de nuevo a nuestros representantes y gobernantes, afanados en el retorno, a sus despachos, poltronas y ocupaciones habituales. Aunque, a juzgar por sus mezquinos resultados o fracasos palmarios, no resulte acertad a decir a su trabajo, si éste consiste en que procurarnos a todos los ciudadanos la justicia y el bien común.
Y entre las inspiraciones con que retornan, cabre destacar, por sus implicaciones, una de Rosa Díez, quien, queriendo pasar ahora por paladín de la verdad, anuncia que el partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD), de que es Portavoz nacional, va a presentar en el Congreso de los Diputados una iniciativa para que las mentiras realizadas en sede parlamentaria sean consideradas un delito, al igual que lo son cuando se dicen ante un juez.
Con esta propuesta, a la que rápidamente se han sumado otros partidos, parece ser que se denuncia que, desde 1978 hasta ahora, se ha venido ignorando que hay una ley que se llame Ley divina o Ley natural, dispone taxativamente lo intrínsecamente malo de mentir, faltar a la verdad, perjurar o cualquier otra forma de falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Aristóteles estableció en su Ética que “el Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son”.
Esta propuesta denunciaría que ahora hay una mentira transcendental e impune, la dicha en las sedes parlamentarias. Mucho se podría especular sobre las mentiras (Si son buenas, si son piadosas, o si pueden ser convenientes…) pero, al margen de especulaciones, la RAE, en la primera definición que tiene de la voz “mentira” dice: “Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa”. Es decir, según la máxima autoridad en la lengua, fundamento de la sabiduría y del conocimiento y la razón, una mentira es lo opuesto a lo que se sabe.
Según Rosa Díez, la mentira estaría gozando hoy de carta de ciudadanía en donde, precisamente, reside la representación pueblo español, las Cortes Generales, que ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
Si esta propuesta saliera adelante, implicaría que los políticos gozan una inusitada patente de corso para, valerse del populismo para engañar con más desfachatez; servirse de estrategias por las cuales, lejos de posibilitar formas de asociación que reivindiquen la civilidad como razón de gobierno y la democracia como sujeto político, asfixian derechos sociales y económicos que ha provocado una mayor brecha entre pueblo y gobierno, o burlar cualquier intención de remediar desmanes cometidos en nombre de dudosos y sesgados principios e intereses.
Contra lo definido por San Agustín y lo considerado conveniente por Aristóleles; contra lo asumido por Tomás de Aquino sobre que los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad, porque la virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado, implicando a la vez la honradez y la discreción, de forma que “En justicia, un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad” (Summa theologiae, 2-2, q. 109, a. 3), cabe pensar con asombro, si prospera la propuesta de Rosa Díez en lo platónico de quienes nos están gobernando.
No en vano, es de Platón la idea de que “Si alguien hay que pueda tener el privilegio de mentir, a los gobernantes del Estado debe corresponder dicho privilegio”. En este remoto antecedente clásico del maquiavelismo político en virtud del cual el fin justifica los medios, podría residir una razón, tal vez la más poderosa, que esgrimen muchos gobernantes para justificar sus mentiras en tanto que medios para conseguir un fin que consideran superior al respeto por la verdad: El poder a cualquier precio, ya sea acceder a él, ya sea no perderlo, ya sea acrecentarlo, ya sea monopolizarlo…
Esta mentira concebida como privilegio, implicaría el privilegio la aplicación, a favor de unos cuantos, de una regla especial, que en este caso supone que no hay que seguir la regla, por lo que se trata de una ley privada: tú sí puedes mentir, pero todos los demás deben decir la verdad. Mentira como privilegio, es decir, como una conducta excepcional, que conculca, si algo queda de ella, los exiguos restos de la cacareada igualdad de los españoles ante la Ley, en provecho y ventaja del parlamentario y gobernante que en sede parlamentaria hace uso de la palabra, porque, como los superhombres de Nietzsche, están por encima del bien y del mal sin tener que guiarse por la regla que sí se nos aplicara a todos los demás, y que prescribe, claramente, el No mentirás, que es el octavo de los diez mandamientos, que aparecen en el Antiguo Testamento, tanto en el Éxodo como en el Deuteronomio, que es escritura sagrada para cristianos, judíos y musulmanes.
Si, realmente, como apunta Platón y ahora parece insinuar la propuesta de Rosa Díez, a nuestros gobernantes pudiera estar correspondiéndoles el privilegio de mentir. Y, si así fuera habría que cuestionarse si los gobernados si no tenemos nada que decir al respecto; y, con la rabia que implica, reconocer la razón de Arturo Graf al afirmar que “la política es demasiado frecuentemente el arte de traicionar los intereses reales y legítimos y crearse otros imaginarios e injustos”. Quedaría cuestionarnos, por último, cuántos gobernantes platónicos no andan por ahí y, si tienen que mentir, qué tienen que ocultar para gobernarnos.
Si realmente semejante dislate cobrara veracidad, podría aplicarse el aforismo de “a confesión de parte exclusión de prueba”; y nada mejor podría servir para referirnos y calificar a eso que se ha dado en denominar la “clase política” -uno de cuyos miembros más conspicuos es la ahora candorosa Rosa Díez- que las palabras de Chesterfiel: “El de la mentira es el único arte de la gente de escasa capacidad y el solo refugio de los espíritus mezquinos”.
En efecto, nadie ignora que Rosa Díez es una gran manipuladora que sabe vender como coherencia el pasar de ser baluarte y contrafuerte del Pacto de Estella (o Lizarra) a ser el azote del nacionalismo. Ni nadie ignora tampoco que, según las encuestas, UPyD es uno de los grandes beneficiados por la debacle del zapaterismo y el nada alentador panorama que se abre ante el PP a consecuencia de las veces que, pese a su descomunal mayoría absoluta, Mariano Rajoy ha tenido que desdecirse de su programa y promesas electorales sin obtener ninguna considerable mejoría de la actual situación de España y su gestión de la crisis. Y el oportunismo de Rosa Díez quiere aprovechar esto a ver qué puede pescar en este río revuelto.
Por eso, sin dejar de preguntarnos por qué razón se queda tan corta, es de entender que la Portavoz nacional de UpyD debería ir mucho más lejos aún, y no pedir sólo que se consideren delito las mentiras dichas en sede parlamentaria, sino también las que se vea que se han contenido en los programas políticos de los partidos y los discursos y actos electorales, que son lo que viene a conformar la base de esa especie de contrato social entre los ciudadanos y, en virtud de la vigente Constitución, los partidos obtienen la legitimidad para considerarse sus representantes.
Mientras Rosa Díez no se atreva a dar, también, este paso; mientras, por la razón, siempre espuria, que sea, no se erradique completamente la mentira de todos los niveles de la actividad política, todos los ciudadanos seguiremos siendo víctimas de unos partidos y parlamentarios, que, con tal de no mentir en sedes parlamentarias, podrían hacer de su capa un sayo en las campañas electorales.
Mientras no sea así; mientras se pueda llegar a cargos mediante el engaño a los ciudadanos y, una vez alcanzado el cargo, no responder del engaño mediante el cual se ha obtenido, nuestro Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, cuya soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado cuya forma política es la Monarquía parlamentaria, seguirá siendo un estado radicalmente viciado.
Mientras no sea así, mientras las Rosas Díez de turno nos quieran engatusar con semejantes iniciativas, será momento de reclamar menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre, porque, mientras no sea así, seguirán teniendo vigencia en la España actual esas palabras de Montesquieu que nos advierten que “la corrupción de los gobiernos comienza casi siempre por la de sus normas y principios”.