Manuel Parra Celaya. Me encanta visitar ruinas, restos de la historia. De castillos, de murallas, de edificaciones que fueron otrora señoriales o de humildes casas de campo. Las piedras que fueron paredes o baluartes despiertan mi imaginación e incluso mi vena más filosófica. Por la primera, me represento casi plásticamente a quienes las habitaron, atacaron o defendieron; cómo iban vestidos, qué sentían, qué pensaban; por la segunda, actualizo el tempus fugit y tomo conciencia de lo fugaz del ser humano y de la perennidad de la dura roca. En esos momentos, envidio la capacidad de observación de nuestro Azorín y, sobre todo, su maravillosa capacidad de expresión. No es extraño que, a renglón seguido, mi alma se eleve a lo trascendente: “acudamos a lo eterno”, que decía don Pedro Calderón.
Estos suaves, dulces y profundos ejercicios intelectuales se me hacen imposibles cuando, a menudo, las ruinas han sido retocadas -restauradas, dicen- . Arcos góticos de moderna fábrica reemplazando los que se llevó la trampa me dejan indiferente; muros levantados anteayer por laboriosos albañiles, de cigarrillo en los labios y transistor con música moderna, me provocan, incluso, cierto enfado.
Las ruinas son testigos de otro tiempo y merecen, por ello, ser estudiadas, recorridas y reverenciadas; son islotes que el mar del tiempo ha ido dejando en la superficie, pero sin pretender que se conviertan en falsos continentes de imitación, a modo de decorados cinematográficos. Un respeto para las ruinas.
Esas restauraciones las asemejo a la obsesión por reescribir la historia que suele tener nuestra izquierda y los nacionalistas identitarios en lo que llaman este país, para omitir vergonzantemente el bello nombre de España. Cuando descubren algún resto, por casualidad, edifican sobre y en torno de este aparatosas construcciones de factura reciente: es el defecto de la anacronía, que, en el mejor de los casos, consiste en juzgar con mentalidad actual hechos de otro tiempo; suele darse en películas llamadas históricas, en la que los personajes opinan, actúan y aman como si se tratase de postmodernos.
En el caso de que se descubran edificios casi completos, les transforman los cimientos, las aplicaciones e, incluso, los planos del arquitecto, para adecuarlos a sus intereses. Algo de eso ha ocurrido recientemente en Barcelona cuando el coro habitual de progresistas ha puesto el grito en el cielo porque en un homenaje a la Guardia Civil llevado acabo por diversas asociaciones cívico-militares constaba entre ellas la Hermandad de la División Azul.
Finalmente, y llevadas a cabo las operaciones deformadores de la restauración, reinventan las consecuencias: “¿Qué hubiera ocurrido si…?”. Estamos ante la ucronía. Esta manía por falsificar, acomodar a intereses, engañar, en suma, al apasionado por la historia y al despistado ciudadano es una constante en una sociedad que suele alardear de autenticidad.
Eso sí: si las ruinas son propias, el aditamento es el embellecimiento a ultranza, la omisión de cuanto tengan de basura de años acumulada bajo la superficie. Es otra forma de tergiversación, que pasa desapercibida para ese número de los necios que, según la Biblia, es infinito. Mucho de ello suele haber en los manuales escolares que parece que han horrorizado al controvertido Sr. Wert. Entretanto, los restauradores de las ruinas no descansan…
Lo dicho. Me gustan las ruinas tal y como son. Asumo toda la historia y apechugo con sus luces y sus sombras, con sus causas y sus consecuencias, no como un factor determinista del futuro, sino como un mejor conocimiento del ayer y del presente, con posibilidad de mejorarlo.
Los restauradores de ruinas me ponen de los nervios.
MANUEL PARRA CELAYA