La historia de este guitarrista norteamericano es un ejemplo de cómo el amor por la música, y el respeto y la coherencia con la propia carrera, pueden anteponerse al éxito fácil, a las promesas de fama y popularidad y a la presión de los aficionados y los medios de comunicación. Nada de esto ha condicionado a Ry Cooder. El hombre que pudo ser miembro de los Rolling Stones, especializarse, a precio de oro, en bandas sonoras o agotar el filón de la música cubana, que él ha contribuido decisivamente a popularizar en el mundo de habla inglesa; ha preferido seguir su camino, sorprender con cada nueva grabación y regalarnos una música sincera y sin concesiones que se toma en serio a si misma y a quien la escucha.
Estas han sido las reglas que se ha impuesto Ryland Peter Cooder (Los Angeles, 1947) desde que en los sesenta empezó al ser conocido al tocar para luminarias de la California de la época como Captain Beefheart o Randy Newman. Pronto se hizo un nombre y, a finales de los sesenta, tuvo la ocasión de colaborar con los Stones en dos de los mejores discos de su historia: Let It Bleed y Sticky Fingers. Aquí nuestro hombre se lució, hizo uno de los mejores solos de la historia del rock en Sister Morphine y enseñó al bueno de Keith Richards un acorde abierto que luego este utilizaría bastante.
Superada la época Rolling, Cooder se dedicó por completo a su carrera en solitario y a colaborar con los amigos. Sus grabaciones siempre rindieron homenaje a los sonidos básicos de la gran música americana y, entre ellas, se encuentran producciones tan valiosas como Paradise and Luch(1974) o Chicken Skin Music (1976). Discos repletos de influencias fronterizas, blues profundos y rock autentico, que se benefician de unas instrumentaciones medidas que derrochan sabiduría. Por el camino, nuestro hombre tuvo tiempo de trabajar para el cine y lo hizo con obras tan hermosas como Paris Texas (1985) o lo que es lo mismo: una lección de cómo unas simples notas de slide pueden crear una atmósfera que emociona y marca para siempre a toda una película.
Por si todo esto fuera poco, Ry Cooder siempre sintió interés por las músicas de otras partes del mundo y así lo demostró en su trabajo con el guitarrista africano Alí Farka Touré y, sobre todo, con el justamente aclamado Buena Vista Social Club (1997). Un disco extraordinario en el que asumió un segundo plano para dejar que brillaran los grandes nombres del son cubano que, hasta entonces, no tenían el reconocimiento que su gran calidad merecía. La experiencia fue un éxito y dejó clara nuevamente la grandeza del músico californiano.
Ahora llega I, Flathead la última entrega de una trilogía americana que tuvo como protagonistas a un barrio de Los Ángeles en Chávez Ravine (2005), a un gato de izquierdas en My Name Is Buddy (por cierto el mío también se llama así, pero no quiere que se conozca su ideología) y ahora se ocupa de coches y músicos en la California de los 50. ¿El Resultado? Magnífico, por supuesto. Aquí hay grandes baladas, tex mex en estado puro, swing, blues profundo y una guitarra que nunca abruma, pero siempre fascina. Un disco de los de antes, de los de siempre, lleno de música maravillosa y sin fecha de caducidad. Una inversión segura, una compra gratificante y uno de esos compactos que uno debe dejar como herencia si quiere que se le recuerde por su buen gusto.
Paco Ochoa.