Sólo hay una Marta en España
Eduardo García Serrano. 22 de febrero.
Nada sé de ciencia jurídica ni de la complicada geometría del derecho; desconozco también la contabilidad penal de la que emana el saldo a pagar en la balanza del crimen y el castigo. Pero sí sé, o por mejor decir, sí creo, al igual que Sócrates, que el hombre nace con la memoria de lo que es justo. Y esa memoria, instintiva y atávica, telúrica y genética, me confirma que lo que es justo y la justicia son cosas diferentes. Por eso una apariencia de justicia es siempre una forma de crueldad consciente que, sin duda, cabe en los códigos y en las leyes con los que se juzgará a los asesinos de Marta del Castillo.
Hay una distancia que ni los legisladores ni los jueces se toman la molestia de recorrer: la infinita distancia del dolor de Marta del Castillo y de sus padres, reducidos a la devastadora soledad de la irremediable ausencia de su hija, mientras la copa de la vida del asesino y de sus cómplices la llenará de esperanza y libertad un sistema político-judicial que cree que los asesinos de Marta deben reinsertarse -aunque la sociedad a la que dicen servir y representar crea firmemente que, para un crimen como el perpetrado con Marta del Castillo, sólo hay un castigo, innominado pero secretamente murmurado. He ahí la primordial estupidez de los legisladores a los que el pueblo español vota cada cuatro años -insensatos alejados de la realidad que siguen contemplando al delincuente con la blanca inocencia de la leche fresca-; legisladores que se esconden bajo la escusa de una utopía: La culpa de que haya delincuentes y asesinos la tenemos todos los que no somos delincuentes ni asesinos. Utopía sintetizada con mucho éxito en esa frasecita para consumo de imbéciles sin fronteras que dice: “Odia el delito y compadece al delincuente”.
Existe una diferencia entre lo que probablemente sea bueno, la cándida milonga del asesino que se arrepiente, se hace neurocirujano estudiando en la cárcel, y finalmente se reinserta y lo que, sin duda, es beneficioso para toda la sociedad: Que pague con toda la dureza a que haya lugar en cada caso por el crimen que ha cometido para que la sociedad y el Estado recobren, no la apariencia, sino la certeza de la seguridad. Sí, de la seguridad, eso de lo que los giliprogres se ríen tanto. Pues la seguridad es el ombligo y el corazón de la libertad, y ser libre es vivir bajo el sol de la razón y de la responsabilidad. Sí, de la responsabilidad derivada de nuestros actos para lo bueno y para lo malo. Por eso, en España, más que en ninguna otra nación digamos que… civilizada (aceptemos pulpo como animal de compañía), la justicia es un mito surgido de esa farsa ética y moral cuyo argumento base es de una maldad estremecedora por su estúpida simplicidad: No hay que ser duro con el asesino porque el asesino es una víctima social a la que hay que rehabilitar, reformar y reeducar. Ese engendro argumental nacido de la soberbia giliprogre del legislador español -pero también de los jueces, de los magistrados y de los periodistas- es el que cimenta la amigable condescendencia política y jurídica para con el delito en todas sus manifestaciones, haciendo que las injusticias se amontonen en la vida cotidiana de los españoles como moscas en una llaga.
La justicia de los hombres, en general, es pobre. Pero la que padecemos los españoles es paupérrima, torpe y agraviante. ¿Cómo se refleja en un código el dolor y el horror de los padres de Marta del Castillo? ¿Cómo se mide, cómo se aquilata en un código el espanto paralizante que precedió a la muerte de Marta y el desprecio de su cuerpo, arrojado como un fardo de basura al Guadalquivir? ¿Qué les debería esperar a los asesinos de Marta?
Virgilio, el gran poeta romano, me lo dice desde los anaqueles de mi biblioteca con una claridad y una fuerza que harían desmayarse a todos los giliprogres de España: “Si hay una fuerza de rectitud, beberás hasta el final la copa del castigo”