San Alberto Magno, una vida gastada en el servicio de Dios en la ciencia
Javier Paredes. Esta lechuga no es de mi huerto. De nuevo, otra gran aportación de mi amigo, el filósofo José Escandell.
Ha habido un tiempo en el que preocupaba la verdad de las cosas. Por ejemplo, Santo Domingo de Guzmán, allá por el siglo XIII, se convenció de que la mejor manera de combatir las herejías es pensando y rezando. Y fundó la orden dominicana.
Al poco se entregaban a esa obra de frailes estudiosos, predicadores y mendigos personajes como Alberto de Bollstädt o Tomás de Aquino. Otros dos que, en vez de matricularse en ADE o en Periodismo, decidieron entregarse a la teología, a la filosofía y a las ciencias. Hombres enciclopédicos, gigantescos, sabios y rotundos.
Hacia 1248 recibió el maestro Alberto al joven Tomás como alumno en sus clases. Y pronto el que parecía lelo a sus compañeros dio muestras de una inteligencia tan sobresaliente como humilde. Desde entonces, Alberto mantuvo a su discípulo en lo hondo de su corazón, tanto que estando el maestro Alberto lejos de Tomás cuando éste falleció (el 7 de marzo de 1274), supo de inmediato del óbito y se deshizo enseguida en lágrimas, diciendo: «Ha muerto mi hijo fray Tomás, flor del mundo y luz de la Iglesia».
Pocos años después, el 15 de noviembre de 1280, fallecía también el que conocemos como San Alberto Magno. Una vida gastada en el servicio de Dios en la ciencia. Mientras tanto, preferimos que nuestros hijos estudien carreras con muchas «salidas profesionales» y cosas «prácticas».