San Isidoro de Sevilla, el Doctor Hispaniae
José Antonio Bielsa Arbiol. San Isidoro siempre será el Doctor Hispaniae por antonomasia, la más perfeccionada piedra del gran edificio Católico Hispano-Visigodo. Por su infalibilidad en sana doctrina, por su monumental producción, por la ingente sabiduría desplegada, de gran polígrafo, Isidoro permanece inserto en lo más alto de la cumbre del “Genio de España”.
Primero de los cuatro Doctores españoles de la Iglesia, y acaso el más prominente de todos ellos, el que ya fuera definido el año 653 como Doctor Egregius (en el contexto del VIII Concilio de Toledo), fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1772 por el Papa Inocencio XIII.
San Isidoro siempre será el Doctor Hispaniae por antonomasia, la más perfeccionada piedra del gran edificio Católico Hispano-Visigodo. Por su infalibilidad en sana doctrina, por su monumental producción, por la ingente sabiduría desplegada, de gran polígrafo, Isidoro permanece inserto en lo más alto de la cumbre del “Genio de España” (expresión que nos permitimos recuperar de Ernesto Giménez Caballero).
Nacido entre los años 560 y 570, probablemente en Sevilla –aunque otras fuentes tampoco desdeñan la posibilidad de que su nacimiento tuviera lugar en Cartagena (de hecho, su padre, originario de esta ciudad, la había abandonado tras su destrucción, el año 552)–, quedó huérfano muy joven, siendo acogido por su hermano, Leandro (futuro San Leandro de Sevilla, arzobispo de la urbe en 576); entre sus cinco hermanos, también se cuentan otros dos importantes santos: Santa Florentina de Cartagena y San Fulgencio de Cartagena. Por convención, Isidoro es ubicado junto a éstos en ese gran “cuarteto” de los “Cuatro Santos de Cartagena”, verdadero timbre de gloria de la España Católica del periodo godo, fruto granado de una época en la que tales prodigios (¡que una familia de cinco hermanos cuente con hasta cuatro santos entre sus filas!) eran posibles por ese perpetuo Estado de Gracia que animaba la vida del espíritu, y que sólo se explica en los grandes periodos de la “Edad de la Fe” (en feliz expresión del olvidado historiador Will Durant); España, tierra de santos como pocas, ilustra estos dones a cada paseo que efectuemos por su geografía.
Así y todo, parece ser que, tras ingresar en un monasterio, Isidoro inició a temprana edad sus estudios teológicos e históricos con gran provecho. Fue un hombre de acción, pero al lado de su prolífica producción literaria, ésta pasa como a un segundo plano. Y no es para menos: obras como el De ecclesiasticis officiis, las Etimologías, la Crónica, los Sinónimos o las Diferencias, redundan en todo lo dicho. Sea como fuere, este excepcional Testigo de la Historia presenciará buen número de acontecimientos extraordinarios, antes, durante y después de la conversión en masa de los visigodos, salvados para la Cruz en una época de espesas divergencias.
En torno al año 600 sucederá a su hermano Leandro en el cargo de arzobispo de Sevilla (amén de metropolitano de la Bética). Esta biografía, increíblemente densa, no nos permite sino reseñar algunos eventos importantes: su participación en varios sínodos (desde 610), la intermitente escritura de sus muchas obras, y especialmente su presidencia durante el IV Concilio de Toledo (633), acaso su mayor éxito vital, por cuanto supuso todo un golpe maestro para vigorizar la Iglesia Hispánica, ayudando, entre otras cosas, a fortalecer la disciplina eclesiástica, mejorando la codificación de la liturgia, la apertura de nuevas escuelas (embrión de los futuros seminarios) para jóvenes clérigos y, cómo no, poniendo los puntos sobre las íes en torno a la problemática “cuestión judía”.
Pero por encima de todas estas cosas, San Isidoro es el autor de una obra literaria monumental, casi “infinita” en su variedad, policromía y extensión. Aunque sea anacrónico decirlo, Isidoro era –adelantándose a su tiempo– un verdadero “hombre del Renacimiento”: nada escapaba a sus intereses. Su formidable memoria, su curiosidad siempre sedienta, le llevaron a conformar el mayor depósito de conocimientos de su siglo. Era, en suma, un polígrafo de la misma raza que nuestro Menéndez Pelayo (aunque no tan artista): recopiló, anotó y escribió sobre todo tipo de asuntos, con idéntico aplomo e inquietud; ninguna rama del conocimiento le era ajena: teología, historia, literatura, filología, etimología, ciencias de la naturaleza, etcétera, llenaban sus días; la síntesis monumental de Isidoro presenta sus grietas y fisuras a ojos de la modernidad (era previsible): en palabras del erudito G. Vinay, “el trabajo de refundición resulta mínimo, y la originalidad casi nula. Esta obra, que apagó durante siglos enteros la sed de cultura del Occidente, se impone hoy a nuestra atención sobre todo en cuanto nos permite conocer el estado de la ciencia en el siglo VII y por los fragmentos de obras perdidas que contiene”.
Asimismo, el puesto de San Isidoro como historiador en el contexto del primer milenio de nuestra es más bien monumental. Mención especial merece, por su importancia histórico-literaria, su Historia de los reyes godos, vándalos y suevos [Historia de regibus Gothorum, Vandalorum et Sueborum], un gran fresco que expone cronológicamente la historia de los visigodos según la sucesión de sus reyes (a la par que los reinados de los emperadores romanos), y que presenta algunos de sus pasajes más encendidos de amor a España, esa “perla y ornamento del universo” que el Santo Doctor nunca dejó de cantar y admirar.
Su obra maestra es Etimologías u Orígenes de las cosas (ca. 630), entrega cumbre del enciclopedismo medieval, que implica un conjunto de 20 libros que abarcan la totalidad del saber de su tiempo: artes liberales y teología, ciencias naturales y derecho romano, desde la gramática (libro I) hasta la alimentación o los instrumentos domésticos y rústicos (libro XX). Este saber se presenta bajo la forma de definiciones, y se apoya en una concepción del lenguaje que implica una relación más o menos inmediata entre las palabras y las cosas (“cuando se ve de dónde viene un nombre, se comprende antes su sentido. Por tanto, el estudio de una cosa es más fácil cuando se conoce la etimología”).
Las Diferencias son un apéndice a las Etimologías, compuesto (según F. Della Corte) “para precisar el significado exacto de aquellos vocablos latinos que suelen usarse de modo confuso”; presentada en dos libros (“Diferencia de las palabras” [De differentia verborum] y “Diferencia de las cosas” [De differentia rerum]), la obra da una clara idea de la ambición filológico-filosófica de su artífice: si algo diferencia a San Isidoro del grueso de los Doctores, es su ambición organizadora, de gran sistemático, por estudiar las palabras (en este caso parecidas, o sinónimos) y los conceptos (preferiblemente teológicos), reforzando su muy cerebral y erudita entidad.
Otro título, de asunto biográfico, es Los hombres ilustres [De viris illustribus liber], tras los pasos de una entrega análoga de San Jerónimo; se trata ante todo de un catálogo de autores cristianos de los cinco primeros siglos, una relación de nombres y títulos, trabajo de compilador en suma, al que tan aficionado fue San Isidoro.