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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

fui sorprendido por un par de críos que me colocaban en la espalda un pequeño muñeco de papel

Sobre las inocentadas

Manuel Parra Celaya. El pasado 28 de diciembre, fui sorprendido por un par de críos que me colocaban en la espalda un pequeño muñeco de papel con cinta adhesiva; tendría mejor que decir que los sorprendí, porque, con el azoramiento y la falta de pericia, el monigote fue a parar al suelo. Miré sus caritas asustadas y oí un discreto perdone, pronunciado con tal dosis de susto que no pude menos de romperles los esquemas: “Anda, volvédmelo a poner y haré como si no me hubiera dado cuenta”. Fiel a mi palabra, no tuve el menor empaque en caminar algunas manzanas, consciente de que llevaba en mi espalda un trozo de papel y en mi interior la frescura de la inocencia infantil. Me recompensaron suficientemente las sonrisas de los dos niños.
 La inocentada más clásica de todas, la forma más ingenua y simpática de celebrar el día de los inocentes, me ayudó a reconciliarme con el mundo mundial, tarea muy difícil en estos tiempos pero cierta, hasta el punto de que no me afectó, cuando leí el periódico,  la supuesta inocentada que parecen dispuestos a gastarnos a los españoles entre las Eléctricas y el ministro Soria.
 Claro que soy consciente de que estas fechas son propicias al sentimentalismo, a la añoranza, a la ternura, a la bondad; hasta a mí, que no soy de lágrima fácil, se me destensaron las bridas del corazón, especialmente ante aquella ausencia de malicia; suele ocurrirme lo mismo en los encuentros navideños, de alegría nada protocolaria y forzada, con la familia o con los amigos de verdad. Estoy convencido de que se trata de un verdadero milagro, repetido año tras año, con que el Niño de Belén quiere hacernos su mejor regalo, siempre con la esperanza de que dure los restantes trescientos sesenta y cuatro días. Si no es así, la culpa -en gran parte- es nuestra.
 Pero, dado a la reflexión incluso en Navidades, me puse a pensar en el futuro que esperaba a aquellos dos críos  que me quisieron hacer diana de su inocentada. Me los imaginé, primero, sentados en el aula, sometidos a las sucesivas leyes educativas que los vaivenes de la política vayan imponiéndoles; si el señor Wert o sus sucesores no lo remedian, quizás llegasen a ser simples datos en las próximas estadísticas negativas de los informes PISA; a lo mejor, algún día llegarían a la Universidad, pero, de seguir así, sin haber leído a Calderón o a Pedro Salinas, y sin saber quiénes eran esos señores.
 Siguiendo con mi elucubración, me pregunté si ellos también serían objeto, el día de mañana, en sus hipotéticos trabajos, de esa asquerosa inocentada llamada crisis económica, globalizada ella, y cuyos fautores no se caracterizan precisamente por su candidez; aún peor, llegué a pensar si los niños de mi anécdota callejera alcanzarían algún día a vivir unos valores religiosos, morales, cívicos, culturales, o si, por el contrario, se les impondría esa educación supuestamente neutra, que constituye la forma más eficaz de predeterminar un tremendo vacío interior.
 Tampoco pude dejar de asustarme con la sospecha de si se les garantizaría el derecho a recibir la herencia íntegra de la una Patria histórica española y la aspiración a contribuir a crear una Patria europea más amplia, o si el capricho, la cretinez o la locura de la generación de sus mayores iba a dar al traste con todo ello.
 Sin embargo, uno en el fondo es optimista -y más cuando se siente atraído por la Estrella de los Magos de Oriente- ; de forma que borré de un plumazo mis pensamientos negativos y preferí centrarme en el presente de aquella candorosa ingenuidad que les llevaba a colocar monigotes de papel en la espalda de los transeúntes.
 (He de confesar, eso sí, que, después de haber provocado también la sonrisa de algunos viandantes, me quité con cariño la inocentada de mi chaqueta).