Tú, que llevaste de la mano al Hijo de Dios, ruega por nosotros
Mater Dei
Las manos de Dios, como manos de alfarero, imprimieron la forma de Cristo en aquel barro primordial que había de ser el hombre creado, varón y mujer. El pueblo de Israel creció cobijado a la sombra de la mano portentosa de Dios, guiado y conducido con brazo extendido y con mano fuerte. Las manos de Cristo repartieron a las multitudes aquel pan del milagro que, tiempo después, habría de ser Él mismo, hecho pan de Eucaristía. Esas manos curaron enfermos, acariciaron a los niños, se elevaron continuamente en oración al Padre, tocaron la tierra del dolor y de la agonía en Getsemaní, fueron traspasadas por los clavos de la Cruz y glorificadas por aquella misma diestra de Dios, que en el Principio creó los cielos y la tierra.
Las manos de Cristo fueron, primero, manos de María, que guiaron la Encarnación del Verbo. En manos de María descansaron esas manos de Dios, acostumbradas a mostrar su grandioso poder por medio de signos y prodigios extraordinarios. Y así, en las manos de María estaba manifestando el Padre el mayor de todos esos signos y prodigios: un Dios hecho carne y manos de niño, que escondía toda la gloria de su divinidad entre los dedos y las manos de María. Dueña, como Madre, del poder de Dios, Ella sigue teniendo en sus manos maternas las manos gloriosas de Cristo. A la sombra de esas manos de María ha de crecer también tu vida, abandonada a la sombra de ese poder providente de Dios, que guía y conduce los hilos de tu día a día. Ella condujo de la mano al Verbo encarnado hacia el Padre. No dudes tampoco de que su mano materna cobija tu alma a la sombra de Dios y te conduce hacia Cristo.
Archidiócesis de Madrid
[email protected]