TENDER PUENTES EN CATALUÑA
MANUEL PARRA CELAYA Hace escasos días he leído en La Vanguardia de Barcelona un inteligente artículo del Sr. Durán i Lleida sobre la necesidad de procurar una reconciliación en el seno de la sociedad catalana, dividida y enfrentada a raíz, especialmente, de lo ocurrido en el último trimestre del pasado año, pero con raíces más antiguas; el eminente abogado lo escribe en clave política, claro está, y aboga tanto por el cumplimiento de las leyes como por la necesidad de tender puentes.
No es mi intención ahora expresar mis coincidencias, discrepancias o reservas sobre la opinión del político de la extinta Unió Democràtica, sino reflexionar por cuenta propia sobre una de las consecuencias más lamentables del procés, ese que hemos sufrido y me temo que seguiremos sufriendo muchos catalanes tras el paréntesis navideño: la fragmentación de toda la sociedad en dos bandos, de momento irreconciliables.
Es difícil, por no decir imposible, que esos puentes se puedan tender en lo político: esa religión laicista que es el nacionalismo está aferrada a sus dogmas, de los que no se va a apear; otra cosa diríamos en cuanto a lo estrictamente sociológico -lo familiar, lo laboral, lo vecinal…, ámbitos donde, aun persistiendo la dificultad, se pueda, con el tiempo, acometer esa labor pontifical.
Existe ese puente elemental, que nace de la necesidad de, por lo menos, coexistir y no romper lazos entrañables; puede circunscribirse a la palabra civilidad o, si se quiere, al galicismo savoir faire; se trata de no mencionar ni la enfermedad ni hurgar en la herida en el trato con elementos de la familia o relaciones afectivas imprescindibles. Es difícil, pues precisa de equilibrio y mesura, de tacto infinito, de cualidades casi propias del cuerpo diplomático… La dificultad viene aumentada si no se está dispuesto a renunciar a otros afectos y razones tan arraigadas, necesarias y profundas, como en este caso la españolidad.
Pero, profundicemos un poco más y examinemos el alcance de esta situación creada. En Cataluña se perpetró por parte de un sector de la población azuzado por unos políticos irresponsables un verdadero acto delictivo que presenta dos dimensiones: la primera -y principal para mí- es un atentado contra una razón y un orden históricos; la segunda, un atentado contra un orden legal y constitucional. Si este es claramente ilegal, aquel entra en la esfera de lo inmoral y de lo ilegítimo; si el segundo constituye claramente un delito, el primero -desde la perspectiva metapolítica- puede ser considerado un crimen.
El delito debe ser reparado conforme a lo que establecen unas leyes; el crimen histórico exige otra cosa: la reedificación de una valoración colectiva, consistente en asumir el sentido de pertenencia a una colectividad común, que obedece a una trayectoria en el pasado, a una serie de tareas urgentes en el presente y a un proyecto para el futuro, es decir, lo que consideramos una patria llamada España, rica en su variedad, pero irrenunciable en su unidad.
Los puentes que se deben establecer para restablecer una convivencia cívica y restañar las heridas pasan por el cumplimiento de las leyes en el primer aspecto señalado y por una paciente y constante labor pedagógica y terapéutica, capaz de librar a una parte de la población de las alucinaciones inducidas por una minoría que ha especulado con unas situaciones de crisis y una sentimentalidad larvada, que se ha exasperado con premeditación y alevosía.
Todos pueden y deben aprestarse a esta misión de reconciliar, pero con las premisas mencionadas, y a cada uno le corresponden unas tareas en este sentido.
Los partidos nacionalistas han de vencerse a sí mismos y despertar del ensueño embaucador -en expresiones de Joan Maragall- de una quimérica república, proclamada por quienes hoy están enjuiciados justamente; toda debilidad por parte de los tribunales y todo empecinamiento por parte de los separatistas contribuirá a que la brecha social se haga más profunda e insalvable,
Los catalanes no nacionalistas deben continuar dando fe de vida, sin amedrentarse ni ceder de las posiciones ya ganadas en la calle; deben, al mismo tiempo, desarrollar actitudes asertivas (equidistantes entre la inhibición o la timidez y la agresividad), así como inclusivas, abarcando en su hispanismo a todos sus convecinos de buena voluntad y entendimiento.
La izquierda tiene un importante papel, si es capaz de superar sus complejos, es decir, dejar las medias tintas y titubeos, y volcarse en los temas sociales más urgentes, que en algunos casos han servido como espoleta para desencadenar las utopías independentistas.
Las instituciones estatales, junto con la firmeza en el cumplimiento de las leyes (un Estado fuerte es cabalmente lo contrario de uno tiránico), deben hacer acto de presencia en Cataluña, en todos los frentes: atención a esos problemas urgentes de la sociedad (paro, vivienda, atención social…) que han empujado a los desesperados a las manos de los demagogos, recuperación de funciones insoslayables de todo Estado (educación, orden público…) y, sobre todo, acometiendo la misión de nacionalizar España, toda España, que no quiere decir centralizar ni castellanizar, sino incorporar a todas y cada una de las Comunidades a una visión de conjunto integradora, cada una con sus peculiaridades.
Nos hallamos ante una encrucijada social y, a la vez, ante una encrucijada histórica; para esta, me vienen a la memoria los versos de una antigua canción del Frente de Juventudes: la historia es un quehacer de amor. Y que prácticamente viene a ser la misma fórmula para la primera de ambas encrucijadas.