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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Todos los ciudadanos son iguales, pero hay unos más iguales que otros

Manuel Parra Celaya. Ya ha desaparecido de la nómina de urgentes reivindicaciones, por lo menos en lo que se refiere a los ciudadanos españoles, casi igual que aquella libertad de pensamiento decimonónica. Por lo menos, en teoría. Lo cierto es que, aunque está reconocida por la Declaración de Derechos Humanos y figura en la Constitución -como en todas las europeas-, con ella suele ocurrir como con tantas declaraciones de principios, que, a lo hora de la verdad, quedan reservadas para algunos; parafraseando a Orwell, podríamos decir que todos los ciudadanos son iguales, peo hay unos más iguales que otros. Si acudo a mi experiencia personal y a la de unos cuantos amigos, me permito afirmar, por ejemplo, que podría editar varios tomos con las cartas al director que no han sido publicadas por los rotativos a los que fueron enviadas.
 Podemos encontrar varios niveles en esa contradicción entre teoría y realidad relativa a la libre expresión de las ideas y de las opiniones. En primer lugar, se constata la existencia de unas verdades oficiales sobre la historia contemporánea, elevadas a la categoría de dogmas, y sobre las cuales solo es posible aplicar la añeja libertad referida al pensamiento -en tanto este no delinque-; otra cosa es su publicidad, que puede ser considerada, según los casos, incluso como delito. Como ejemplo socorrido, podemos poner la no derogada Ley de la memoria histórica, y permítanme que no entre en más detalles para no ser considerado reo.
 Vienen, a continuación, los dogmas ideológicos, sobre los que, si no pesan los Códigos Penales, pueden dar lugar a la figura del exilio interior; el ciudadano en cuestión entra en la categoría de hereje, merecedor de la pena de expulsión a las tinieblas exteriores del Sistema. La acusación puede oscilar entre el diagnóstico de paranoico conspiratorio o, sencillamente, de desafecto; en la ficha del ciudadano en cuestión pueden figurar definiciones políticas que ya han adquirido en la actualidad la categoría de insulto, sin más. En mi caso concreto, me pongo a temblar por si algún día se pone en práctica esa Agència Nacional de Seguretat  que quiere montar, al parecer, el Sr. Mas en Cataluña, que elevaría  a rango institucional el caso de espionaje del Camarga ( “Me llamo Bond, Jaume Bond”).
 Si descendemos un peldaño, nos encontramos con la formidable presión del pensamiento único, que, si bien no es (todavía) fuente de Derecho e inquisidor, en consecuencia, de réprobos infelices, sí provoca en el ciudadano la existencia de una censura interior, por lo cual este no osa, no solo expresar, sino pensar aquellos extremos que sean contrarios o ajenos a la inmensa mayoría que ha asumido como propia la deconstrucción de los conceptos, las ideas y las palabras. El procedimiento de coacción es tan antiguo como el hombre, pero se da la paradoja de que funciona con una intensidad infinitamente superior en las épocas democráticas que en las dictatoriales. El pensamiento crítico desaparece, entonces, por el sumidero de lo dominante.
 Estas limitaciones evidentes a la libertad de expresión no se limitan al campo de lo político, sino que invaden sobremanera la dimensión religiosa, esa que, según las formulaciones liberales deben quedar en lo más escondido de la conciencia individual pero que se reputan de mal gusto en el momento que adquieren dimensión pública. Evidentemente, también aquí todas las religiones son iguales… pero hay unas más iguales que otras, por lo menos para el cosmos progresista, lo que nos lleva a desconcertantes paradojas: algún día me tendrán que explicar  esa extraña querencia de nuestros laicistas por el Islamismo, paralelo a la animadversión, rayana en lo patológico, que suscita el catolicismo.
 El fondo del problema no radica, con todo, en las curiosas legislaciones positivas, en los interdictos de los políticos o en la presión social; estriba en eso que los antiguos manuales de Psicología denominaban personalidad, que, en nuestra era de libertades, ha resultado derrotada por la mentalidad de la masa y transformada en la más abyecta de las sumisiones de las conciencias.