Manuel Parra Celaya. Me refiero, en este caso, no al que produce a todo ciudadano honrado la picaresca nacional protagonizada por los políticos de cualquier pelaje, sobre el que corren ríos de tinta en juzgados y rotativas, sino al de la perplejidad que ese ciudadano experimenta ante el laberinto en que se han instalado tan ricamente los socialistas.
No cabe duda de que el PSOE tiene mal fario; seguro que, en algún momento de la historia, alguien los echó mal de ojo y, al no tener un ángelo por aquello del agnosticismo, el aojamiento les ha llevado a donde están: un partido carente, ya no de sentido de Estado, sino de gobierno y de leal oposición.
Solo por remontarnos a lo inmediato, tuvieron que soportar la cruz de Rodríguez Zapatero (¿lo recuerdan ustedes?) y su cohorte ministerial que, entre portadas de Vogue y desatinos sin freno, no dieron una a izquierdas (por supuesto, ni a derechas); España entera salió anonadada del experimento, que iba desde el anticlericalismo decimonónico más rancio hasta la lucha de sexos del Feminismo Radical, pasando por su apuesta por la cultura de la muerte y hasta sus pinitos antropológicos con su aplauso al Proyecto Gran Simio; se sentido social, nada de nada, y, con respecto a lo económico, da grima recordar la trayectoria que va desde aquel “no hay crisis, solo un ligero desajuste” hasta lo de los “ brotes verdes”.
Pero su inmersión más profunda en el piélago de las calamidades fue, sin lugar a dudas, su estrecha connivencia con el nacionalismo catalanista -no con los catalanes, por favor, que uno tiene su corazoncito-, que se selló con la apuesta por un nuevo Estatut y la catastrófica alianza, esta vez sí para todos los catalanes, en el Tripartito.
Así las cosas, ya con un acomplejado PP con mayoría absoluta, tiene lugar la prédica mesiánica del Sr. Artur Mas, y, de nuevo, el PSOE, vía PSC, nos provoca el sonrojo con su apuesta federalista, más o menos asimétrica. Uno, que no entiende mucho de política, pensó que era el momento de adoptar un criterio de auténtico sentido de Estado y de hacer valorar firmemente unas leyes, una Constitución vigente y, por qué no decirlo, una Patria común llamada España. Nuevo fiasco y salida por la tangente, con un eterno deshojar de la margarita, entre declaraciones contradictorias y cautas. De nuevo, la sombra del malaje.
A todo esto, los socialistas catalanes –de origen andaluz en la mayoría de su militancia, que todo hay que decirlo- se van escorando hacia lo que aquí, en esta Cataluña de mis pecados, ya se llama el Partido Único Nacionalista, y tiene lugar la última charlotada, la de la votación en el Parlamento, en la que PSOE y su rama catalana rompen peras; en el colmo del sinsentido, la Sra. Chacón –que sigue aspirando a echar la zancadilla (aquí se llama trabanqueta) al compañero Rubalcaba- se abstiene, con olvido total deque ella “también era Rubianes”( e.p.d.), el que decía aquello de la “puta España” y cosas así.
El PP dice que así se las ponían a Fernando VII, porque, con tamaña Oposición, tiene cuerda para rato (sin señalar), aunque imperen los escándalos de los sobres del Sr. Bárcenas y la calle esté tomada por el entramado social de costumbre.
Uno, en el fondo, se lamenta del mal fario del PSOE. En primer lugar, porque piensa que en todo régimen no dictatorial es imprescindible una fuerza responsable que corrija al poder en sus fallos y en sus ucases, más o menos impuestos por los poderes financieros internacionales, que son los que de verdad cortan el bacalao. En segundo lugar, y principal, porque, si echamos una mirada a la historia, aquí siempre nos ha hecho falta un partido que sea capaz de conciliar los valores nacionales con la exigencia de una sociedad más justa (“Ni Patria sin pan, ni hartura sin Patria”, dijo alguien). Si el PSOE hubiera integrado ambos elementos, posiblemente se hubiera ahorrado, antaño, mucho sangre, y, hogaño, muchos sonrojos como los que estamos pasando.