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Diario YA


 

CAMINO DE ZINDERNEUF

Un suceso reconfortante

Juan Carlos Blanco Permítanme que les hable del extraño suceso que por azar contemplé hace un puñado de días, si no extraño evocador al menos, inusual a la altura de la película en que nos encontramos, y con los visos de indiferencia que parecen embargar a tantos. Y continúo de algún modo preso de las escenas que se dieron con tamaña intensidad y a una distancia tan escasa de donde justo me hallaba, hasta el punto de sentir la necesidad de traer la historia a estas abigarradas líneas, acaso como catarsis última y perentoria,como muestra de sincero respeto a quienes representaron sin pretenderlo el papel de adalides postreros. Trataré de situar levemente los hechos, pese a que en realidad importe más el significado de los gestos que allí se dieron que las pinceladas que puedan traerse en este preciso momento al tratar de bosquejar someramente lo acontecido.

Madrid. Parque de Juan Bravo, doce y media de la mañana. El cielo acerado situándose a muy poca distancia de los apresurados viandantes, el tráfago incansable de una jornada de diario que no admite tregua, rumor de voces entremezcladas y de automóviles que avanzan a duras penas, el aroma reconfortante del pan recién horneadoen la cafetería más próxima. Scott Mckenzie sonando a través de la ventanilla de un destartalado vehículo estacionado junto al paso de cebra, con sus sencillos arreglosacústicos y su legendario empeño, una de esas melodías que nos asaltan a todos, llegado el momento. Y entonces aparecieron ellos, media docena de quinceañeros acercándose al pretil del recoleto parque que en justicia pertenece tanto o más a la calle del Príncipe de Vergara. Y lo hicieron sin aspavientos superfluos y en el más completo silencio, con la mirada esquinada revelando el interior demudado de sus pensamientos, sus trazas de pilaristas y el esbozo de sonrisa apretada entre los dientes sentando las bases de lo que vino luego, el gesto adusto de quienes reconocen a sus iguales y están decididos a no dejar que se desvanezca la oportunidad que les viene dada por un repentino golpe de suerte. A la derecha se situaron ellas, más bulliciosas y enérgicas, pese a la desigualdad numérica, ese poso o destello inequívoco en la mirada de serenidad inveterada que algunas mujeres llevan de serie y que no descubren hasta pasado algún tiempo. El intercambio de unas palabras arrojadas a media voz que no logré captar con la claridad deseada, el asentimiento de unos y otros y los saludos consiguientes que se sucedieron con la facilidad esperada. Uno de ellos llevaba la voz cantante, parecía disfrutar de una familiaridad suficiente que lo comisionaba frente al resto de sus amigos. Las primeras chanzas y soterradas risas que despojaban al suceso de la seriedad del comienzo, dos o tres corpúsculos formándose ante mis ojos con una naturalidad no exenta de brillo. Scott Mckenzie percutiendo su guitarra acústica una vez tras otra, sin gestos sobrantes ni alambicados, su voz levemente atiplada ayudando a conformar un escenario que de repente me pareció de lo más adecuado, en consonancia con lo que se estaba dando.

Y entonces se apartó despaciosamente una de las muchachas, avanzando hacia el pretil del parque con sobrada templanza, sin volver la mirada ni mediar palabra con alguna de sus compañeras o amigas uniformadas del mismo modo. Y apoyó la mochila azul en la enladrillada baranda, con desapego evidente, como si sus pensamientos viajaran de pronto hacia un lugar remoto y la abstrajeran de todo lo que pudiera darse. Su manoteo leve en el interior de la mochila hasta dar con un grueso libro que sostuvo entre las manos sin la intención primera de abrirlo, sumida momentáneamente en la contemplación de aquella encuadernación tan gastada, la poesía completa de Neruda al alcance de mis propios ojos. Y la irrupción repentina de uno de aquellos muchachos que se aproximó con fingida desenvoltura hasta donde se encontraba ella, apoyando de igual manera su mochila escolar en la barandilla de vetusto ladrillo que rodea el parque con ínfulas carcelarias. Sus manos hundiéndose en el interior apretado a la caza de media docena de libros, más obras de literatura que libros de texto, el brillo enérgico en su mirada de quien sabe más por lo leído en los buenos libros que por lo vivido en primera persona del singular, es lo que tienen los quince años, no dan para mucho más. Y el esbozo de sonrisa en el rostro de ella, apartándose el cabello de manera desenfadada y alzando el rostro, la mirada refulgente abarcándolo todo. Me gusta cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Es lo que acertó a mascullar la muchacha, lo que musitó entre dientes sin la completa seguridad de estar diciendo algo que mereciera verdaderamente la pena.

Creo que prefiero a Baroja, contestó él, hierático. Y a continuación sobrevino el silencio, pero no se trataba en absoluto de un silencio forzado e incómodo, sino más bien de una tregua valorativa que consentían ambos, antes de enfrentarse al posterior envite. ¿Fumas?, inquirió ella al tiempo que sacaba una cajetilla de tabaco rubio de uno de los bolsillos del abrigo largo. Algo, respondió él, sin que sonara muy convincente.

Y qué quieren que les diga, resulta reconfortante. Escuchar este tipo de conversaciones en la situación en que nos encontramos, cuando parece que más que nunca nos dirigimos hacia un futuro trémulo y olvidado de libros, vestigios sepultados de tiempos remotos.

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