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Diario YA


 

Una fábula

Abel Hernández. 30 de abril. 
Es de noche. Estamos perdidos en el bosque, braceando entre la maleza, esquivando precipicios a tientas, mientras arrecia la tormenta. No se ve nada. La noche es oscura como boca de lobo. Empezamos a sentir miedo. Algunos están temblando. El guía dice que no nos preocupemos, y, por supuesto, que no gritemos para no desmoralizar al grupo, no sea que ocurra alguna desgracia. Que todo va a ir bien. Que esto no es más que un contratiempo. Que la tormenta afecta también a los que están fuera del bosque. Que es una tormenta que podríamos llamar universal. Pero que pronto va a escampar. Que seamos patriotas y solidarios. Que lo importante es la ciudadanía. Que él conoce bien el camino y que no tenemos que preocuparnos.
 
Pasan las horas. Seguimos a oscuras. Escasean los suminisros. Hay que racionarlos. Falta el agua.  Empieza a quedarse gente del grupo por el camino, en realidad una senda escabrosa, una vereda de cabras,  que no parece conducir a ninguna parte. La tormenta arrecia. El guía, a la luz de la antorcha, sonríe con acento circunflejo, que le da a su rostro un aspecto cómico que da un poco de miedo. Insiste en que estemos tranquilos, que lo peor ya ha pasado. De pronto se para y se  muestra eufórico. ¡Mirad! ¿No veis una luz allá lejos? No, no vemos nada. Es el reflejo de un rayo que estalla sobre el monte. Eso es lo que es, le dice uno de nosotros. No hay ninguna luz. Se lo decimos todos al guía. La noche sigue tan cerrada y tan negra como al principio. Pero él sigue sonriendo.
 
Gastamos bromas para evitar el pánico. Hablamos de fútbol, de Carla Bruni y de elecciones europeas. Pero alguien cae herido y empieza a llorar desesperadamente. El guía repite que ya falta poco para salir a la carretera, que él conoce bien el camino. Deberíamos cantar todos juntos, como cuando era de día, bebíamos vino y estábamos de fiesta. El que canta -dijo- sus males espanta. ¡Que no cunda el pánico! La tempestad arrecia. Estamos calados hasta los huesos. Cuando volvemos a estar al pie de un gran alcornoque seco junto a una peña, nos damos cuenta de que por allí hemos pasado ya dos o tres veces. Alguien dice en voz alta: ¡Estamos perdidos! Y por más que el guía jura y perjura, con sonrisa circunfleja, que confiemos en él, que él se sabe bien el camino y que tiene buenos asesores, todos los del grupo nos convencemos de que no sabe dónde estamos ni adónde nos dirigimos, y que nos está engañando. ¿Cómo podemos seguir fiándonos de él?.  Uno del grupo grita: ¡Sálvese quien pueda! 

 

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