Tomás Salas. En la ideología democrática es fundamental el concepto de pluralismo: se acepta como natural la diversidad de opciones políticas, morales y religiosas. El pluralismo puede derivar, bajando por una pendiente deslizante, en relativismo: todas las opciones son equivalentes, respetables y válidas. Y de ahí puede caerse en el nihilismo: todas las opciones son válidas, pero ninguna es verdadera; de hecho, no existe la verdad. Sólo mi existencia y, en última instancia mi voluntad, constituye el fundamento de la realidad.
Esta, ideología, tan difundida y normalizada, se aplica al terreno religioso y deja sentado que la fe es un asunto individual y que la fe o la increencia de los demás es algo que les incumbe exclusivamente a ellos. Esto, más que un error, supone una mala interpretación de conceptos tan usados como democracia, respeto o tolerancia. La aceptación de la pluralidad no implica la negación de las ideas de bien o verdad. Un ejemplo: podemos aceptar diversas opciones morales, pero no significa que no sea real la diferencia entre el bien y el mal. La ideología democrática, más que un sistema de valores, establece un espacio y unas reglas de juego para que los distintos valores convivan y se articulen en la vida social.
Esta torcida interpretación, que nos sitúa en una postmodernidad que se muestra alérgica a cualquier certeza, a cualquier idea fuerte (la teoría del “pensamiento débil” de Gianni Vattimo) ha debilitado la idea de que la fe, no sólo se define rectamente (aspecto dogmático) y se asume íntimamente (aspecto vivencial, existencial), sino que se difunde, se expande hacia los demás (lo que llamamos evangelización).
Visto que no es coactivo a la libertad de los demás ni invasivo de su intimidad, también hay que decir que es legítimo y coherente que la fe tienda a expandirse. Primero, porque el hombre es un ser abierto al otro (a lo radicalmente “otro” en la experiencia religiosa) y así está constituido antropológicamente. Una realidad tan radical y abarcadora como la fe, no puede permanecer en los límites de lo individual. Y un segunda razón: el mensaje nuclear de la fe cristiana es “buena noticia” (Evangelio); un mensaje positivo, salvífico, alegre. Si lo triste tiende al repliegue sobre sí mismo, a la cerrazón, la alegría tiende a la expansión, a la comunicación.
Benedicto XVI, que conoce desde dentro todos estos vericuetos del pensamiento moderno y postmoderno (sus debilidades y contradicciones y también sus potencialidades) sabe lo que hace cuando convoca este Año de la Fe.