Una sentencia que al final contentará a todos
Francisco Torres García. Hace tiempo escribí que la sentencia sobre la posible inconstitucionalidad del Estatuto de Cataluña estaba escrita: Estatuto constitucional y rectificación de determinados artículos. Una sentencia de carácter salomónico que a todos, desde el PP hasta los nacionalistas, aunque por distintas razones, convenía. El único escollo era fijar hasta dónde debería llegar el recorte impuesto por el alto tribunal, porque de ello dependía la viabilidad genérica del Estatuto y las posibilidades de acuerdos a futuro con los nacionalistas.
Es evidente que en ese proceso de enjuague y componenda ha sido fundamental la actuación de María Emilia Casas y esos increíbles e inasumibles pactos de los que habla la prensa, impulsados por el miedo a lo que una renovación del Tribunal en clave progresista pudiera suponer. La necesidad de encontrar ese punto salomónico, capaz de evitar que el descontento formal se tradujera en ruptura definitiva, es la que ha hecho que la sentencia se dilatara durante cuatro años. Tiempo que ha jugado a favor del Estatuto, porque una vez iniciada su aplicación ésta reducía en mucho los futuribles recortes y porque la posición de los magistrados que defendían la inconstitucionalidad sería cada vez más comprometida. Todo ello fruto de la aberración jurídica de que la admisión a trámite de un recurso de anticonstitucionalidad no paralice la aplicación de una ley. Contrasentido impuesto por el PSOE y mantenido por el PP, aunque éste último
ahora se incline por la paralización de la aplicación de la ley, pero sólo en lo referente a los Estatutos de Autonomía.
El hecho cierto es que la sentencia declara constitucional el Estatuto. Eso sí, como no podía ser de otra manera, obliga, por inconstitucionales, a anular sólo catorce artículos. Ahí están los referidos a la lengua, porque en ningún modo se podía reconocer como única lengua de Cataluña el catalán; los referidos al Consejo de Justicia de Cataluña, para salvar la unidad del poder judicial y la constitución de un órgano distinto al CGPJ… Muy poco para lo que en realidad supone el Estatuto. El resultado de la sentencia es favorable a las tesis del gobierno y lo que abre es la posibilidad de transferir de la esfera estatutaria a la de la cesión política muchos de los aspectos más problemáticos del Estatuto, lo que tampoco desagrada a los nacionalistas moderados. Curiosamente, por ejemplo, los magistrados no han entrado en la desigualdad de derechos entre los españoles que el texto conlleva. Probablemente no lo han hecho porque es ya moneda aceptada por todos, por PP y PSOE, y como tal se recoge en los demás reformas estatutarias que se han consensuado en estos cuatro años. Por la misma razón, porque también, aunque no del mismo modo, lo asumen otras Comunidades, no han entrado en la asunción por parte de la Generalidad de funciones propias del Estado en materia de relaciones exteriores (las famosas y costosas
embajadas catalanas); pese a que ello supone reconocer la existencia de competencias compartidas en esa materia, lo que desborda el espíritu de la Constitución de 1978.
Existen en el Estatuto otro grupo de artículos, de clara tendencia separatista, cuya finalidad es avanzar en la progresiva disociación de Cataluña de España, para así construir un Estado paralelo con elementos identitarios clave. Y es aquí donde el Tribunal se ha limitado a conminar a la reinterpretación del texto en un sentido distinto. Quienes analizamos la sentencia desde un punto de vista político y no estrictamente
jurídico entendemos que se ha escogido la vía que permitiera a todos hacer menos indigesta la constitucionalidad del Estatuto, pero no a solventar los graves problemas que se van a derivar de su aplicación.
Resulta sorprendente ese leer el Estatuto fuera de la realidad diaria en el que se ampara la sentencia. Así se admite que existen “símbolos nacionales” de Cataluña porque se refieren a la “nacionalidad” que reconoce la Constitución, lo que se traducirá en una exaltación de los mismos como únicos y exclusivos. Cierto es que también obliga a reformar todo lo relativo al uso de la lengua, ya que no se puede obligar
jurídicamente a utilizar una lengua u otra, pero en realidad, y esto sí se ha mantenido, queda subordinada su utilización al “deber de disponibilidad lingüística en los términos establecidos por la ley”, lo que significa que al final se vuelve a depender de la realidad administrativa. Igualmente es querer mirar para otro lado indicar que la obligación (“deben utilizar”) establecida por el Estatuto de utilizar el catalán en toda la
administración y empresas públicas no implica la prohibición de utilizar el castellano. Los estrambotes añadidos para constitucionalizar artículos mediante el reconocimiento de que no se impide la actuación del Estado son otro ejemplo del pactismo interno del Tribunal. Y cuando no se sabía qué hacer se ha solucionado transfiriendo a las Cortes, es decir al ámbito de la negociación política, la aprobación de lo que antes aparecía como una atribución estatutaria (es el caso de las inversiones en infraestructuras a las
que obligaba el Estatuto).
No es una sentencia buena, ni va a resolver los problemas planteados. Es más va a suponer una generalización de los problemas, porque lo mismo que se aplique en Cataluña se asumirá en otros Estatutos (recordemos la cláusula de arrastre introducida en Estatuto de Valencia presentado como modélico por el PP). En definitiva el Tribunal ha constitucionalizado la ampliación de los techos competenciales, la ruptura de la unidad de mercado, y ha puesto una bomba de relojería en la línea de flotación de la igualdad entre los españoles, la solidaridad entre los territorios y la cohesión de España.
Y al final, la sentencia, acabará gustando a todos.