Unos pobres niños sirios
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Gervasio López. Hace escasos días, en esas tierras moras en que la barbarie campa por doquier y el diablo se regodea con la muerte, unos pobres niños sirios, a quienes la vida se les puso en contra y les dio un puntapié, fueron crucificados por los asesinos del ISIS. Hace escasos días los llevaron entre muchos, los colgaron de un madero y los mataron, sin asomo alguno de piedad y con las risas prendidas de los belfos barbados. El motivo, por lo visto, como bien rezaba la cartela que las bestias les colgaron de sus pechos entecos, fue saltarse el ayuno establecido en el ramadán; supongo que porque el hambre se les había remetido en las entrañas y se las escariaba con sus zarpazos de hiel.
Hace escasos días, mientras esos pobres niños sirios boqueaban como un pez varado y los pulmones se les arrasaban por las llamas de la asfixia, en este mundo nuestro tan abyecto, donde la caridad y la misericordia se han convertido en arcanos o en excusas para la chufla, nos limitábamos a condolernos por las piedras milenarias en que se ciscan los asesinos del Estado Islámico; nos azacaneábamos en regurgitar lamentos y lloriqueos por las estatuas mutiladas, por los mosaicos desmenuzados y los templos destruidos, como plañideras de una civilización en ciernes enferma o moribunda.
Hace escasos días, mientras unos pobres niños sirios vomitaban estertores, la escurraja tan cochina que tenemos como próceres apenas bosquejaba un gesto como de insoportable compunción, aspaventaba un fingido tono de firmeza y proclamaba la más seria de las condenas por el crudelísimo atentado de que está siendo objeto el Patrimonio histórico; pero en seguida el tono enflaquecía, se tornaba pusilánime y terminaba por desaparecer, disuelto entre las cuitas que en verdad excitan la vigilia de la plutocracia.
Hace escasos días, mientras unos pobres niños sirios fallecían, nosotros, tan egoístas y abobados como siempre, nos enviscábamos en una discusión acerba sobre corruptelas varias, sobre tuits más o menos esperpénticos, inicuos o disparatados, o anublábamos nuestro cerebro con la visión entontecida de programas del corazón o de tertulietas de baratillo, esos programillas infectos y pestíferos en que los vasallos del poder rinden una vergonzante pleitesía a sus señores y corifeos.
Hoy, sin embargo, tras los últimos atentados que el Estado Islámico ha perpetrado por el orbe todo, donde esas hordas de miserables asesinos han vuelto a demostrar que el demonio se ha enseñoreado de ellos, nos sentimos condolidos y atemorizados, nos entra un tembleque en el tegumento genital y terminamos por buscárnoslo en el gollete, adonde ha ido a parar; quizá porque llorosos, egoístas y cobardes, se nos antoja que también nosotros podemos caer frente al machete moro. Y es que el corazón se nos ha vuelto de piedra y el valor se nos ha extinguido, y, quizá por ello, por una suerte de esquizofrénica empatía, tan solo nos conturbamos al ver cómo los monumentos milenarios son demolidos por los martillos o los muros de esta Europa nuestra, tan desbaratada ya de moral, comienzan a enfeblecer por los ataques de las bestias.
A esos pobres niños sirios los supongo ya angelitos en el cielo; mientras que nosotros, sin embargo, tan egoístas y abobados como siempre, tan anublados y envilecidos, habremos de pagar nuestra maldad y nuestra cobardía.