Vamos a arreglar el mundo
José Escandell. 2 de mayo. A falta de fútbol, se habla de política. O de ambas cosas a la vez, que hoy día ambas cosas se han aproximado mucho. El caso es que en materia política quien más y quien menos se siente con fuerzas para analizar, diagnosticar y proponer recetas. Se dirá que esa es costumbre muy española, aunque se da en todo el mundo civilizado.
Mientras la cosa no pasa los límites del entretenimiento de aperitivo o de café, nada hay que decir, sino que cada cual se divierte como más le place, y el deporte de pinchar en privado a los hombres públicos es, si me aprietan, hasta sano y recomendable. Porque los que tienen el poder son hombres, y el someterlos a juicio, incluso ligero y frívolo, es gesto como cuaresmal de memento homo, como de esclavo que susurra en el oído: «recuerda que eres hombre».
Cuando la cosa va más allá, el asunto ha de tomarse de otra manera. Y el asunto ciertamente va más allá, desde luego cuando todos los ciudadanitos nos vemos enfrentados con unas elecciones y hay que decidir a quién conceder el voto. Por supuesto, la información de que dispone el elector, por más vueltas que se le dé al asunto, es siempre limitadísima y sesgada. Tampoco anda uno como para muchas averiguaciones, cuando aprieta la vida de trabajo y las obligaciones (que constituyen la vida real de verdad). No deja de ser un juego, una apuesta y una ceremonia artificiosa eso de meter el sobre en la urna.
Si la discusión se plantea en este orden, que es también el nivel en el que se mueven los medios de comunicación, tertulianos radiofónicos, muchos articulistas, etc., entonces sí ha de tomarse nota de algunas dificultades significativas.
En conversaciones de amigotes una anécdota dispara la discusión que, entre bromas, testarudeces, entusiasmos e indignaciones, acaba en un arreglo total del mundo. ¿Por qué los políticos no hacen lo que es tan fácil de hacer para que reine la paz y la concordia? Siempre queda la razón de que los políticos son mala gente o, para los más modestos y reflexivos, la de que uno no cuenta con suficientes conocimientos, o la famosa y sobrecogedora alusión a los poderes ocultos que gobiernan el mundo… Al final, el clima se hace melancólico y terminamos por pintar todo lo relativo a la política y al poder con tintes tristones y ligeramente desesperanzados, grises, cuando, al fin y al cabo, la vida de verdad sigue en otro lugar, en el trabajo, en la calle, en la familia.
Uno de los factores que se alían con esa melancolía es una no del todo reconocida convicción, una convicción que más bien pasa inadvertida, y es la de que el «problema» tiene solución. En el fondo, las cábalas sobre política lo que buscan es una salida, apuntan hacia una salida que sea estable y definitiva. Lo que realmente nos gustaría cuando discutimos de política es dar con un sistema de gobierno que garantice por fin la paz y la justicia. La piedra filosofal o la barita mágica. Cuando lo que sucede es que todo lo humano, y lo político en grado sumo lo es, es eternamente contingente. No hay soluciones para siempre, no hay estructuras ni creaciones humanas que garanticen la felicidad mínima de los seres humanos en sociedad. Casi todo es relativo, porque es temporal.
Es lo que sucede con «democracia», canonizada y ensalzada hasta la náusea, cuando lo que de verdad sucede es que, entendida como régimen de partidos políticos, es una forma de organización con sus ventajas y sus inconvenientes. Eso mismo sucede también con las formas autoritarias de gobierno, defendidas por desesperados y desengañados de la democracia empalagosa, y que tienen también en un jefe único la fórmula mágica para que todas las cosas funcionen. Es lógica la hartura a la que se ha llegado respecto de lo político, con su exceso de retórica y de entusiasmo acrítico. Pero la salida no está en poner la esperanza en un nuevo futuro paraíso.