Manuel Parra Celaya. Dicen que el encontronazo entre el general Millán Astray y don Miguel de Unamuno aquel 12 de octubre de 1936 comenzó por una absurda generalización del primero sobre “vascos y catalanes”, y que el Rector de la Universidad de Salamanca no soportó como buen bilbaíno. Me permito ese “dicen” porque he leído tantas versiones del hecho que ya dudo de la fidelidad histórica de todas ellas.
Sea como fuere, este recurso de la generalización sigue vigente entre muchos españoles de hoy, de los que, como a los entusiastas del absolutismo de Fernando VII, ha alejado Dios “la funesta manía de pensar”. Sí, no hace falta escudriñar mucho para encontrar descalificaciones genéricas hacia “los vascos y catalanes” que se empeñan en perturbar la paz de los cementerios que vive esta España fraccionada, endeudada hasta las cejas y con el mayor índice de paro de su historia. Suele completarse esta descalificación global con la memez de “¡Que se vayan de una vez y nos dejen en paz!”, con lo que el “patriota” de turno queda satisfecho ante el silencio de los sufridos oyentes de tertulia.
Vayamos poco a poco. En primer lugar, no es cierto que “vascos y catalanes” pretendan la separación. En todo caso, serán algunos, pocos o muchos, no sé cuántos porque nunca me he fiado de las encuestas y porcentajes. Pero también es rigurosamente cierto que hay vascos y catalanes que se sienten profundamente españoles, desde su catalanidad o vasqueidad, y que asumen como una injuria y un exabrupto esta descalificación, mientras tienen que sufrir, a la vez, el menosprecio o el ataque visceral de los separatistas en su propia tierra.
En segundo lugar, aun concediendo que existe una hipotética mayoría numérica de partidarios de la secesión antiespañola, los que generalizan en lugar de razonar han caído en una suerte de demolatría estúpida. ¿Desde cuándo las votaciones responden a un criterio asentado y racional de las masas electoras? ¿No es más cierto que el impacto de la propaganda y de la educación manipuladora (y en Cataluña llevamos tres décadas de influjo de ambas por la ineptitud de los gobiernos españoles de turno), sabiamente manejadas por los ingenieros sociales, hace mella en esas masas, que acuden casi abducidas a depositar sus votos o a gritar en una manifestación callejera? ¿No ocurrió así, sin ir más lejos, en toda España cuando los atentados del 11 de marzo en Madrid, que dieron las llaves de la Moncloa al más nefasto personaje que recuerdan los tiempos? Los ejemplos podrían multiplicarse a lo largo y ancho de los espacios y de los tiempos, porque, a Dios gracias, los españoles no tenemos el monopolio de la ingenuidad o de la idiotez.
En tercer lugar, en todos los lugares crecen habas; y afirmo rotundamente que la mala semilla del nacionalismo identitario y disgregador ha prendido, con mayor o menor fuerza, en casi todas las Autonomías, casi desde el mismo momento de su instauración desgraciada en la Transición. ¿No se han visto banderas castellanas con la estrella de la independencia, en interpretación caprichosa del sentimiento comunero?¿No existe un andalucismo cuasi almorávide, que rechaza lo español con el mismo ardor que llevó a Blas Infante a convertirse al Islam?¿Nadie recuerda a Cubillo y reconoce a sus actuales seguidores en las Canarias? ¿No existe acaso un nacionalismo gallego irredento que ignora los dulces y tristísimos versos de Rosalía de Castro e increpa cada día de Santiago Apóstol todo lo español? Yo he llegado a ver pintadas “aragonesistas” y antiespañolas en la propia Zaragoza el 12 de octubre, inscripciones “leonesistas” en contra de Castilla y de España, manifestaciones tumultuarias de signo disgregador en Valencia del Cid y en las Baleares… Como una epidemia, el virus del separatismo, la ruptura y la insolidaridad ha prendido en muchos rincones de la Piel de Toro y en muchos corazones de compatriotas que lo son a su pesar, con más o menos virulencia, según la fuerza y la pujanza de esos ingenieros sociales. Porque no deben olvidarse dos verdades casi irrebatibles: el separatismo, como todos los particularismos, surgen cuando no existe una tarea común sugestiva y, en consonancia con ello, estos secesionismos no son más, en el fondo, que la especulación de la alta burguesía con la sentimentalidad de un pueblo (José Antonio y lo mismo se puede aplicar a todos los aldeanismos de España.
En cuarto lugar, es preciso llevar a los cuatro puntos cardinales la afirmación rotunda de que España es irrevocable, lo quieran pocos o muchos, y que su unidad es un valor que debe ser mantenido por todos los medios y a toda costa. Y recuerdo que quien firma estas palabras “políticamente incorrectas” es un catalán…
Y ahí les duele a los separadores de tertulia. Suele acontecer que los que optan por la descalificación generalizadora profesan una suerte de patriotismo que no tiene nada de tal; que confunden, acaso, patriotismo con patrioterismo, unidad con uniformidad, churras con merinas. Suele acompañar a esta actitud la de la pura indiferencia ante el presente y el futuro de España: se han contagiado de aquel relativismo postmoderno en lo que afecta al ser nacional de que hablaba en otros textos; no dudarían en dar por buena una separación hipotética siempre que se hiciera con arreglo a los cánones “democráticos” y, si vinieran mal dadas (que Dios no lo quiera) , no abandonarían la comodidad de sus hogares ni pondrían en riesgo absolutamente nada.
Esta ralea de los separadores, constituyen, además, el más precioso aliado del que disponen los separatistas para continuar incrementando su torticero mensaje de la “inquina de España” y justificar sus clamores.
Como catalán y, por tanto, español, pido racionalidad de posturas y generosidad de espíritus, además de firmeza en el presupuesto indiscutible de la unidad de España. El gran poeta sevillano Aquilino Duque me envió, hace algún tiempo, una preciosa tarjeta navideña que me emocionó; finalizaba así: “Brindo, con cava catalán, por la unidad de España”. Así sea.